Había una vez una princesa que se veía a
escondidas con un dragón.
El apuesto dragón gustaba asimismo, de frecuentar a otras
princesas y dragonas.
Y la princesa, que era experta en mirar hacia otro lado,
hacía lo propio: mirar hacia otro lado.
Sucedía que el dragón tenía fuego para dar y regalar y que,
a su paso - quisiera o no, eso lo desconocemos- iba prendiendo chispa.
Como decíamos, nuestra princesa era experta en mirar hacia
otro lado y claro, pasaba lo que suele ocurrir cuando miras en otra dirección. La
princesa veía otras cosas, porque era muy princesa eso sí, pero ciega no. Mas,
para su desgracia, tan sólo al dragón veía con los ojos de su estúpido y
obstinado corazón.
El dragón, ese coleccionista de corazones de cualquier
especie, le solía preguntar al regreso de sus escapadas:
"¿Aún me ves, princesa? ¿Me ves aún?"
El dragón no esperaba palabras como respuesta pues nada
miente más que éstas y su princesa, su
princesa sabía perfectamente lo que había de hacer. Ella metía sus minúsculas
manos en la insaciable boca del dragón. Las muñecas, apoyadas en los letales
dientes de aquel monstruo y entonces lo miraba como sólo saben mirar las
personas que sienten amor.
La princesa estaba triste.
La princesa no quería pensar, pero la princesa pensaba sin
querer y quería sin pensar.
Y nuestra princesa se hacía preguntas:
¿Pueden los dragones enamorarse de las princesas?
¿Cómo ha de temer mi dragón al infierno si es su mismo
fuego el que lo habita?
¿Cómo ha de temer mi dragón perderme si siempre me
encuentra a su regreso?
¿Y cómo no ha de encontrarme? Pues si no lo espero, me
pierdo yo.
La princesa se decía:
Es curioso lo claro que se ve todo desde lejos, qué fácil resulta
encontrar soluciones desde el castillo vecino.
La princesa estaba triste.
La princesa se sentía triste, sobre todo cuando hacía días
que no veía a "su" dragón. Cuando “su” dragón no la colmaba como sólo
él sabía hacer, cuando todo era noche, cuando hasta el día más espléndido era
noche cerrada, la princesa sólo imaginaba dramáticos finales para este cuento.
“Aquí hay dos problemas”, se decía, “mi corazón que lo
alberga y mis ojos, que me delatan. Debería encontrar a alguien que me ayude. Debería
encontrar a alguien que me despoje de una cosa o de la otra. Un trabajo sin
duda para un dragón, un dragón de confianza. Un trabajo para "mi"
dragón”.
Desde que tomó tal decisión los segundos se detuvieron, los
minutos, las horas, los días, los meses y los años no fueron menos.
Sin noticias del dragón.
Así fue como el dragón o su ausencia acabaron con el
problema.
Los ojos de la princesa ya no hablaban de amor. Los ojos de
la princesa vagaban en el horizonte desde su torre.
¿Sabéis cuánto pesa el corazón de una mujer? Pues ése era
el peso exacto que se desprendió de su pecho.
"¡Que no maten ni un dragón!", ordenó la
princesa. Nadie entendía aquella nueva orden. “Que nadie mate al dragón”
suplicaba en sueños la princesa.
Y es que aunque le faltara, la princesa seguía teniendo
corazón.
Hombres, mujeres y dragones vivieron en paz por unos años. Hasta
que, una vez más, un cazador furtivo demostró que el odio convierte al hombre
en el más peligroso animal.
Aquel cazador furtivo, ese animal con ropas que se erguía
sobre sus dos patas mostraba orgulloso su trofeo: un dragón con dos corazones.
FIN
Texto: Santi Jiménez
Imagen: A.R.N.
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