lunes, 5 de septiembre de 2016

Cosas que sólo se saben cuando se acaba

Hoy me ha pasado algo extrañísimo. He ido a comer a ese pequeño restaurante con aire francés, ése que cuenta con apenas diez mesas, al que acudo cada miércoles. Me encanta la delicada iluminación, la decoración y la selección del hilo musical, es una madeja que acompaña y enriquece la degustación. La gente va muy arreglada, en su mayoría son parejas y yo acudo con la ropa de trabajo pues me pilla a tres manzanas de la oficina y siempre voy sola. 

Aún estaba consultando esa carta que me sé mejor que el cocinero cuando ha entrado un tipo rarísimo, muy alto y con el jersey del revés, parecía buscar a alguien hasta que ha reparado en mí y se ha dirigido decidido hacia mi mesa. Me ha dado dos besos disculpándose por el retraso y ha ocupado el asiento de enfrente. La estupefacción no me ha permitido articular palabra, defenderme de sus besos ni aclararle que me confundía con otra persona. 

- Sígueme la corriente, por favor. Verás, en la mesa del fondo, mi mesa, está la mujer de mi vida, con otro. Hace dos semanas, en esa mesa, le puse un anillo en el dedo. Ella respondió que necesitaba espacio, aire y tiempo. No sabe que ella es el aire, que llena el espacio, que detiene el tiempo. Dicen que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, pero yo sí lo sabía. Y lo sé y la quiero recuperar y por eso te necesito. 

- Creo que voy a llamar a la policía. 

Yo no salía de mi asombro. Y él me cogió la mano por encima de la mesa y la besó. 

- Sí, definitivamente, llamo a la policía.- le digo. 

El loco se levanta, coge su móvil con desparpajo, pone la cámara frontal, me rodea con un brazo y nos saca una foto. Antes de volver a “su” silla, besa mi frente, me mira a los ojos y suplica:

- Te lo pido por lo que más quieras.

- Lo que más quiero es que me dejes comer en paz, en una hora vuelvo al trabajo. 

- Estupendo, comamos pues. 

El tipo llama al mêtre y pide por los dos. Sorprendentemente, acierta de pleno en la elección. Todo es muy surrealista. Comienza a hablarme con naturalidad y fluidez sobre familiares y lo que se supone que son amigos “comunes”. Como la situación parece insalvable, decido unirme a mi enemigo y entablar conversación. 

- Y, ¿cómo sabes que es amor, amor verdadero? 

- Bueno, normalmente esas cosas se saben cuando se acaba. Pero, por ejemplo, tengo en mi cabeza treinta y siete fotos que quiero hacerle, trece canciones que tengo que escuchar con ella y tres ciudades que debemos visitar, sí o sí. E imagina que se hunde el Titanic, le dejaría un trocito de tabla. O cuando me sucede algo bueno, siempre siempre, me acuerdo de ella y supón que su vida dependiera de ello, sería capaz de comer brócoli incluso. 

- Así que brócoli. Ya veo, eso es amor, no cabe duda. 

- Y aún falta una cosa más, el mejor de mis besos todavía no se lo he dado. Bueno, Andrea - me llama Andrea, yo no me llamo Andrea, pero ya no me sorprende nada - mira qué hora se ha hecho, te tengo que dejar. Nos vemos la semana que viene. 

Se levanta y se acerca a mí, coge mis mejillas con ambas manos, me besa suavemente los labios y me invita a levantarme. Me rodea con sus brazos y me besa intensamente. Es un beso de ésos que te hace levantar una pierna, cerrar los ojos,  alinear todos los chacras y decidir el nombre de los tres primeros hijos que tendréis. 

Yo no doy crédito, el hombre que me acaba de dejar sin aliento sale del restaurante y cruza al otro lado de la calle. Aún puedo verlo y aún me tiemblan las piernas. Parece que se lleva el móvil a la oreja. 

En la otra acera:

- Tío, lo he hecho, me he lanzado. Bueno, con los nervios, en vez de presentarme, le he contado una rocambolesca historia, pero ella ha entrado al trapo. 

-¡Estupendo! Seguro que está pirada. 

- En fin, ya sabes, lo importante es que nuestras locuras sean compatibles. 

- Sí, tío, lo que tú digas.

Que nadie mate al dragón

Había una vez una princesa que se veía a escondidas con un dragón.
El apuesto dragón gustaba asimismo, de frecuentar a otras princesas y dragonas.
Y la princesa, que era experta en mirar hacia otro lado, hacía lo propio: mirar hacia otro lado.
Sucedía que el dragón tenía fuego para dar y regalar y que, a su paso - quisiera o no, eso lo desconocemos- iba prendiendo chispa.
Como decíamos, nuestra princesa era experta en mirar hacia otro lado y claro, pasaba lo que suele ocurrir cuando miras en otra dirección. La princesa veía otras cosas, porque era muy princesa eso sí, pero ciega no. Mas, para su desgracia, tan sólo al dragón veía con los ojos de su estúpido y obstinado corazón.
El dragón, ese coleccionista de corazones de cualquier especie, le solía preguntar al regreso de sus escapadas:
"¿Aún me ves, princesa? ¿Me ves aún?"
El dragón no esperaba palabras como respuesta pues nada miente más que éstas y su  princesa, su princesa sabía perfectamente lo que había de hacer. Ella metía sus minúsculas manos en la insaciable boca del dragón. Las muñecas, apoyadas en los letales dientes de aquel monstruo y entonces lo miraba como sólo saben mirar las personas que sienten amor.
La princesa estaba triste.
La princesa no quería pensar, pero la princesa pensaba sin querer y quería sin pensar.
Y nuestra princesa se hacía preguntas:
¿Pueden los dragones enamorarse de las princesas?
¿Cómo ha de temer mi dragón al infierno si es su mismo fuego el que lo habita?
¿Cómo ha de temer mi dragón perderme si siempre me encuentra a su regreso?
¿Y cómo no ha de encontrarme? Pues si no lo espero, me pierdo yo.
La princesa se decía:
Es curioso lo claro que se ve todo desde lejos, qué fácil resulta encontrar soluciones desde el castillo vecino.
La princesa estaba triste.
La princesa se sentía triste, sobre todo cuando hacía días que no veía a "su" dragón. Cuando “su” dragón no la colmaba como sólo él sabía hacer, cuando todo era noche, cuando hasta el día más espléndido era noche cerrada, la princesa sólo imaginaba dramáticos finales para este cuento.
“Aquí hay dos problemas”, se decía, “mi corazón que lo alberga y mis ojos, que me delatan. Debería encontrar a alguien que me ayude. Debería encontrar a alguien que me despoje de una cosa o de la otra. Un trabajo sin duda para un dragón, un dragón de confianza. Un trabajo para "mi" dragón”.
Desde que tomó tal decisión los segundos se detuvieron, los minutos, las horas, los días, los meses y los años no fueron menos.
Sin noticias del dragón.
Así fue como el dragón o su ausencia acabaron con el problema.
Los ojos de la princesa ya no hablaban de amor. Los ojos de la princesa vagaban en el horizonte desde su torre.
¿Sabéis cuánto pesa el corazón de una mujer? Pues ése era el peso exacto que se desprendió de su pecho.
"¡Que no maten ni un dragón!", ordenó la princesa. Nadie entendía aquella nueva orden. “Que nadie mate al dragón” suplicaba en sueños la princesa.
Y es que aunque le faltara, la princesa seguía teniendo corazón.
Hombres, mujeres y dragones vivieron en paz por unos años. Hasta que, una vez más, un cazador furtivo demostró que el odio convierte al hombre en el más peligroso animal.
Aquel cazador furtivo, ese animal con ropas que se erguía sobre sus dos patas mostraba orgulloso su trofeo: un dragón con dos corazones.

FIN

Texto: Santi Jiménez
Imagen: A.R.N.