jueves, 18 de agosto de 2016

Eloísa está debajo de un almendro

Creo que necesito unas vacaciones. Estas fantasías son cada vez más recurrentes y, obviamente, nunca las trasladaría a un plano real, pero se van convirtiendo en golosinas por momentos más tentadoras.

No en todos los casos sueño con matarlos, no. No a todos les deseo una muerte lenta y dolorosa, tampoco es eso. De ninguna manera, podría decirse que los estoy abocando al fracaso de forma plenamente consciente. No se podría afirmar, por otro lado, que me haya enamorado de todas las chicas que pisan la consulta, ni que haya prolongado en todos los casos voluntariamente las sesiones de terapia.

Debería valorarse en su justa medida las veces que me he tragado un “a ti lo que te hace falta es un pico y una pala”. O un “a ti quién coño te va a querer si los alejas a todos con tu actitud de mierda”. “Falta de palos es lo que tienes” ni “si sólo has sufrido por desamor, no tienes ni puta idea de lo que es sufrir”. A estas cosas, la verdad sea dicha, nadie les da valor. 


Todo esto no deja de ser cierto, pero si hay una razón de peso para que cierre por un tiempo la consulta, ésta tiene los ojos verdes y es sólo una acompañante. La primera vez que la vi llegó a la consulta con su madre, doña Eloísa y con un ejemplar de Eloísa está debajo de un almendro. Curioso, al menos y casual, pues es Elvira quien recibe a pacientes y acompañantes, quien concierta las citas, cobra y demás,  pero el azar quiso que ese día estuviese enferma y yo abriese esa puerta y otras que estaban cerradas hacía mucho tiempo. Cada martes regresaba a la consulta con un nuevo libro bajo el brazo y su madre en el otro y yo, con una nueva excusa para salir al recibidor a la hora prevista y ver sus ojos y el nuevo título. La conjura de los necios fue el segundo, podría enumerar cada obra en su orden exacto. Algunas yo no las había leído y esperaba ansioso a terminar la jornada laboral y acudir presto a la librería más cercana. Las que ya había leído las volvía a releer por el mero placer de posar la mirada por donde ella lo habría hecho, por conocerla un poco más. 

Comencé a adecentar la consulta y el recibidor y a cuidar más mi aspecto cuando “tocaba” doña Eloísa. La paciente debía estar contenta con el tratamiento o al menos, engancharse, yo no podía perder a su hija. Les expuse la conveniencia de hablar con los miembros más cercanos a doña Eloísa. Estaba excitadísimo ante la idea de pasar una hora con ella. Con Ella. Pasaba las semanas anhelando una sola hora. Y así, empezaron a sobrarme los demás pacientes. Fue así como comencé a odiarlos a todos. 

Y ocurrió, lo que suele suceder cuando anhelas algo con todas tus fuerzas, que pasa cualquier cosa menos lo que tanto esperas. Y así fue que se vino a morir la única paciente que no debía. Y, para mi desgracia, su hija era una persona feliz y equilibrada, que no me necesitaría ni siquiera para superar el maldito período de duelo. 

Así que cuando la buena de Elvira me avisó consternada:

- Don Álvaro, ha ocurrido una desgracia, doña Eloísa ha muerto. 

No pude evitar mi respuesta:

- ¡Por mí como si la entierran debajo de un almendro!

Siete pasos

Pasamos nuestra infancia y adolescencia internas en un colegio de monjas. ¿Qué podría salir mal? Nuestros padres trabajaban todo el día para conseguir buenos dineros que invertían en viajes y vacaciones en pareja y en enviarnos a mi hermana y a mí bonitas postales decoradas con el carmín de mi madre en forma de beso, la elegante firma de mi padre y una mezcla del perfume de ambos. A las monjitas les caían además suculentos pellizcos que nos convertían en unas niñas muy apreciadas pero que no nos libraban de sus aleccionadores pellizcos. A nosotras, por otro lado, nunca nos faltó una postal, todo hay que decirlo.
Mi hermana era la guapa, la que mejor tocaba el piano, la del punto de cruz perfecto, la de la voz melodiosa, la protagonista en las obras de teatro, la del pelo largo y rubio y a la que más le crecieron los pechos. Y yo era todo eso y más, pero en sentido inverso. Me llamaban “Bicho”, con eso os lo digo todo.
Y llegó el verano del 85 y nuestros padres decidieron que ya era hora de que disfrutásemos un poco del calor de un hogar y del amor de la familia. Así que nos mandaron a casa de nuestros tíos, los del pueblo, a los que Dios no había querido bendecir con el milagro de los hijos y que, todo hay que decirlo, eran más raros que un perro verde. Mi hermana y yo tardamos un poco en acostumbrarnos a tanto amor, a calcular la temperatura exacta del café de mi tío, el lustro justo que debíamos darle a sus zapatos, la manera correcta de hacer la cama de mi tía sin que quedase un solo pliegue, “como si fuese la de un hotel” y el tono exacto en que había que dar los buenos días dependiendo del nivel de descanso nocturno de nuestros parientes.
Cuando recibíamos visitas mi hermana debía llevar la melena suelta y tocar el piano que mamá había regalado a mis tíos por acogernos casi gratuitamente. A mí no me importaba que nos presentasen como “mi sobrina y su hermana”. Tampoco me molestó que mi tía tardase media hora en acostumbrarse a llamarme “Bicho”, ella también.
Sólo lloré catorce noches. Eran llantos no exentos de asombro por echar de menos a las monjitas y sus palmetazos, aquellos que me introducían los conocimientos y el respeto necesario para amarlas a ellas y a Nuestro Señor Jesús.
Sólo lloré catorce noches, como os digo, porque a la que hacía quince mi hermana, iluminada por el insomnio patrocinado por los fuegos artificiales que celebraban que el pueblo estaba en fiestas, tuvo la brillante idea de que nos escapásemos por la ventana a echar una ojeadita. La conciencia tranquila de mis tíos les permitía dormir como troncos, así que nuestra visita nocturna al pueblo se convirtió en rutina.
Los farolillos, las banderitas, la música, los perros, las risas, la alegría contagiosa, los adolescentes fumando, los bailes agarrados de los militares, las mujeres de vida alegre sobre las rodillas de hombres con anillo y mi boca abierta de par en par en dura competición con mis ojitos de bicho.
Mi hermana, meneando el culo, la barbilla levantada, los pechos desafiantes y la melena al viento, incluso sin viento. Parecía la reina indiscutible de la fiesta.
Mientras caminábamos por las calles desiertas, me había permitido pasear de su mano, pero en cuanto llegamos al cogollo se desprendió de mí con un apretón cariñoso y definitivo, sin lugar a dudas.
  • Bicho, te quiero a siete pasos como mucho. Bicho, ¿qué te he dicho?
  • A siete pasos, como mucho.
  • Buena chica.
Puede parecer que no, pero esas palabras iban cargadas de cariño y sentido de protección.
Y allí estaba él, rodeado de chicos de su edad que no le llegaban a la suela del zapato, apoyado descuidada y estudiadamente en una farola y con un séquito de admiradoras en frente, dándose codazos, ruborizándose y soñando con que las sacase a bailar. Él fumaba con su rodilla flexionada y el pie y la espalda apoyados en la envidiada farola, con la ceja levantada y la sonrisa de medio lado.
Mi hermana lo tuvo claro. Un, dos, tres, golpe de melena.
  • ¿Tienes un cigarrillo, canijo?
  • Tengo lo que tú quieras, princesa.
Los siete pasos de distancia no impidieron que yo me enamorase hasta la médula. Si algo había aprendido en aquellos años con las monjitas era que todo lo que me atraía, me gustaba o me hacía cosquillitas por dentro era el demonio. Así que adelanté aquellos siete pasos prohibidos y solté:

  • Perdona, tú eres el pecado, ¿verdad?

El ascensor

Nos habían encargado escribir una colaboración a medias. Se trataba de hacer un diálogo en el que sólo aparecieran las intervenciones de los personajes sin más acotaciones, descripción o narración. Era una colaboración desinteresada, me venía fatal de tiempo y no me apetecía para nada, pero Fran es amigo y nunca he sabido decirle que no.
Al tipo en cuestión, a mi compañero de la ficticia conversación, no lo conocía en persona y poco había oído hablar de él. Lo había leído en alguna ocasión, pero estos últimos días, desde que Fran había propuesto nuestra participación, lo estaba siguiendo con más atención. Había buscado incluso imágenes suyas en Google movida por la curiosidad, pero en todas aparecía con sombrero y gafas de sol. He de reconocer que tenía una pinta bastante interesante. La verdad es que leyéndolo me lo había imaginado como un tipo apuesto y hasta podía escuchar su voz en cada página. Sus textos jugaban con una perfecta combinación de violencia, elegancia, sensibilidad y música. El tío sabía lo que se hacía. Ofrecía ese tipo de literatura que te atrapa sin renunciar a la calidad. Eran en su mayoría relatos breves en los que te colabas de manera irremediable, atrapado por el ambiente de humo, juego y jazz y acababas amando u odiando a los personajes que menos esperabas cuando menos lo esperabas.
En fin, que casi me lamentaba por haberlo leído, me hacía sentir muy pequeñita y torpe y maldije a Fran por haberse acordado de mí. Fran nos propuso quedar en una cafetería, hacer las presentaciones y hablarnos de un proyecto futuro si veíamos que funcionábamos bien juntos en esta primera ocasión. Inmediatamente, pensé en declinar su amable oferta, la de la cafetería, pues después de haber leído a mi compañero de letras, presentía un peligro inminente y no quería que la relación pudiese ni de lejos traspasar el límite de lo profesional. Por favor, que el último mes me había enamorado veintisiete veces, ¡basta ya! Decidido, iba a llamar a Fran y pedirle el correo electrónico del personaje pues si algo tenía claro es que los lazos afectivos no se llevaban bien con el trabajo. Lo sabía, me estaba armando un poco la película, pero prefería evitar cualquier riesgo por remoto que fuera.
  • Hola, Fran. Seguro que te pillo bien, sé que siempre es un buen momento para hablar conmigo (Escuché su encantadora risa al otro lado)- Respecto a lo de vernos en Atticus con este muchacho, no sé cuándo hemos quedado pero me viene mal.
  • Jajaja, Sofía, ¿qué tal, locuela? Si no sabes ni la fecha, quedemos que tengo muchas cosas que contarte e interesantes ofertas para ti. Ya está bien de volar bajito y en solitario.
  • En serio, Fran, estoy bien como estoy y respecto a ese encuentro, de verdad, de verdad, que mi madre no me deja.
  • Jajaja, mira que eres cabezona. ¿Cómo trabajaréis? ¿Por telepatía?
  • Bueno, yo había pensado en algo que requiera menos esfuerzo mental, algo así como que me dieras su correo.
  • Como quieras, cobardica. Apunta: laspuertasdelaverno@gmail.
  • ¿En serio? Será presuntuoso, pretencioso, prepotente y todo lo que empiece por pre.
  • Sí, Sofía, así es, la policía siempre investiga los correos electrónicos de los sospechosos, pueden llegar a decir mucho de una persona.
  • Vale, Fran, hasta luego. Tengo cositas que hacer, por supuesto, no tan interesantes como hablar contigo y que te rías de mí.
  • Ciao, loca.
No esperé a llegar a casa y desde el autobús le envié el primer correo electrónico con un pretendido y estudiado tono aséptico, rápido, directo y breve, como un mal polvo. Su respuesta no se hizo esperar.
Estimada y desconocida Sofía:
Sofía... ¡quién la pillara! ¿verdad? La sabiduría... Me han dicho que te ha gustado mucho mi correo y que te has creado un segundo mail, laspuertasdelaverno2. Me parece un detalle entrañable por tu parte. Dime cuándo nos vemos. Emoticono de beso en la frente aquí. Corto y cambio”.
Sin duda el imbécil de Fran se había ido de la lengua y le había puesto en antecedentes. Me sentía furiosa y en desventaja, dos sentimientos que siempre vale la pena ocultar. Le respondí a los dos días. Que espere, me dije, a ver si se le pasa el buen humor.
Perdona que no haya contestado antes pero el correo me va fatal y no me apetecía. No podemos vernos, ya te habrá dicho el discreto de Fran que mi madre no me deja. Pero por este medio podemos comenzar una tormenta de ideas, si te parece bien”.
Su respuesta, inmediata:
¡Huy!, me pillas en muy mal momento ahora para intercambiar fluidos electrónicos, pero lo de la tormenta me ha puesto romántico y no he podido evitar contestarte. Sofía, ¿qué haremos con la calma que sigue a la tormenta?”
Mi compañero en potencia aprovechó la tontería de que el correo electrónico me iba mal para pedirme el Whatsapp. Ese movimiento es de primero de relaciones digitales, pero miré para otro lado. Las conversaciones eran fluidas e iban subiendo frecuencia y tono. Sin embargo, no avanzábamos en el diálogo para Fran. Bromeábamos diciendo que íbamos a despachar al bueno de Fran enviándole las capturas de nuestras conversaciones y que hiciera un corta y pega, total todo lo que hablábamos eran genialidades, decía el descarado.
Un buen día entró un nuevo mensaje en mi bandeja. Me extrañó porque hacía tiempo que habíamos abandonado ese medio. Sólo Whatsapp y sólo texto, nada de fotografías o vídeos, nada de llamadas ni audios. Aún no sabía si la voz que leía sus páginas por mí era la correcta o una impostora. Sus ojos también eran un misterio. Sus manos, lo único que dejaban al descubierto las fotos de Google, me encantaban.
Querida desconocida:
Cuanto más la conozco a usted, más me desconozco yo. Eso no me gusta nada, pero no soy rencoroso así que le informo de que hoy, como cada día, voy a comer en el Continental, sé que a usted esto de quedar siempre le viene mal, lo mismo es porque no le gusta que la vean comer en público, por eso he reservado habitación para dos y así podemos comer y trabajar fuera de incómodas miradas. Yo estaré en el hall sobre las dos y media, a las dos y treinta y cinco en el ascensor y a las dos cuarenta comiendo contigo, por ti o a ti, ya se verá.”
Este tío es idiota, me encanta. Sofía, vamos a ir, vamos a comer y a trabajar, me prometí. Pobre Fran, se lo debo.
Cogí un taxi, a las dos y veinticinco estaba en la puerta del hotel, a las dos y veintiséis vibró mi móvil, podía verlo a él de espaldas a la puerta consultando el reloj. Era un whatsapp suyo: “Antes de que llegues al ascensor te habré besado”.


Sonreí, lo demás es otra historia.

Diente de león

Este año sólo puedo arañar diez días de vacaciones. He alquilado una casita en la costa, no está muy cerca de la orilla del mar, pero me gusta aprovechar ese pequeño camino hasta la playa para ordenar los pájaros de mi cabeza.
Estoy llevando como el que no quiere la cosa una rutina que me está sentando de maravilla. Madrugo, café con leche y tostada, zumo natural y, sin mirar, me zampo un par de golosinas. Paseo hasta la playa y me doy un baño rápido. Entro en el agua caminando, he decidido no hacer aspavientos por fría que esté y sigo hasta que me cubre. Me quito el bañador y nado un poco. Primero a braza, luego a crol y finalmente, a espalda. Por último, hago el muerto, me vuelvo a poner la prenda opresora y salgo de nuevo. Después paseo por la orilla, por la zona mojada de la arena. Odio tomar el sol vuelta y vuelta, pero esos paseos me están sentando de lujo.
No he comido ni un solo día en casa. Me llevo mi pequeña mochila con lo imprescindible: un biquini de repuesto, protector, el móvil para las fotos de “aquí sufriendo”, destinadas al grupo de amigos y familia, gafas de sol, gorra y el monedero. Me estoy recorriendo los chiringuitos de la zona y los bares así a lo loco con suerte desigual.
He venido con varios propósitos: desconectar, no escatimar en gastos, nada de tatuajes nuevos, nada de piercings y nada de hombres. De momento y para mi desgracia, lo estoy cumpliendo a rajatabla, pero no prometo nada.
Me estoy pegando unas siestas que me da hasta remordimientos, pero luego se me pasa. Ayer sin embargo, no podía dormir e hice como hacía de pequeña cuando llegaba a la residencia de verano, rebuscar en todos los armarios y cajones. Era delicioso reencontrarme con recuerdos y sorprenderme con hallazgos totalmente olvidados.
Es bastante diferente cuando la casa no te pertenece. Me extrañó que los inquilinos anteriores no hubiesen desalojado todo, quedaban pocas cosas pero algo quedaba y me sentía un poco como una invasora.
Lo más inquietante que he encontrado es una grabadora que aún conserva la cinta en su interior. Tras unas dudas morales me he convencido de que estaba allí para que yo la escuchara. Me encanta cuando soy condescendiente conmigo misma, aunque esto me proporcione momentos de placer y coscorrones no sé muy bien en qué proporción.
Le doy al play. Suena una voz de mujer, no sé si está feliz o triste, parece susurrar.
No sé qué pretendo con estas palabras, no sé a quién se las dirijo, quizá estoy hablando conmigo misma, tal vez solo trato de comprender o justificar qué hago aquí, por qué no estoy viviendo la vida que me estaba predestinada, por qué me he vuelto loca y por qué vuelvo a ser feliz. Tú estás durmiendo en la habitación de al lado. No me extraña que necesites un descanso (La mujer se ríe, estas últimas palabras diría que las ha pronunciado avergonzada y dichosa). Me inquietaba y me atraía esa vida tuya tan diferente a la mía. Tu vida no es fácil ni cómoda. Eres un artista, un bohemio, un loco, un bicho raro, un ser en vías de extinción y la mía, mi vida no sabría muy bien cómo catalogarla. Se supone que tenía de todo. Tenía dónde dormir, dónde comer, dónde acostarme. Pero no tenía sueño, ni hambre, ni ganas de acostarme con él.
Casi sin darme cuenta mi círculo de amigos se había ido reduciendo hasta resultar inexistente y cualquiera de mis actividades ajenas a él habían finalizado sin que yo me percatara.
Yo sabía perfectamente que no era feliz. Había dejado de pintar, a él le molestaba que tuviera todos mis trastos por en medio. Al principio antes de tener que renunciar a ello me acomodé en el sótano, pero mis pinturas de la mano de mis ilusiones fueron muriendo poco a poco. Tampoco era de su agrado que leyera o escribiese. Aprovechaba la oscuridad de la noche para leer o me escondía en el baño para hacerlo. Solía decirme que yo era un desastre, que no hacía nada a derechas, pero que para mis tonterías siempre tenía tiempo. Así que me resigné, creí que quizá tuviese razón y abandoné estas tareas inservibles y también dejé de reírme y de soñar, pues tampoco parecían labores muy fructíferas.
Comprendí que cualquier cosa que no hiciese a su manera estaba mal hecha. Yo trataba de poner todos mis sentidos en cada acto, pero realmente era muy torpe, cada vez más y siempre acababa metiendo la pata. Él me reprochaba que parecía que quería oírlo, que no sabía qué placer encontraba yo en hacerlo enfadar, que pareciera que hasta que no se ponía así, yo no reaccionaba, que estaba harto de decirme las cosas, que parecía mentira que no lo conociera después de tanto tiempo. Pero yo, cada vez sabía menos, cada vez lo desconocía más y cada vez tenía más facilidad para estropearlo todo y hacerlo estallar. Un paquete de jamón york mal abierto, una estantería desordenada, una prenda que no salía limpia de la lavadora... “

Pulso el stop, siento que ya he escuchado demasiado o tal vez suficiente. Reviso mis propósitos para las vacaciones y salgo a la calle. De regreso traigo un tatuaje nuevo, es un diente de león que se deshace y unos cuantos besos con el guaperas del chiringuito. 

Querido Juno

Visto lo visto me voy a Júpiter.
Lo sé, no es la actitud más valiente, ni la más combativa ni la más responsable. Pero no quiero vivir en un mundo en el que la gente pelea por hablar una lengua diferente a otros o se mata por pensar de manera distinta.
No quiero formar parte de un planeta en el que a los niños se les indica cuáles son los colores correctos y se les impone que no se salgan de los márgenes, donde se les instruye en la “buena” caligrafía y no se les anima a buscar una letra propia. No quiero ser cómplice de un mundo en el que no se cultive su herramienta innata para pensar sino en el que se les pretende adoctrinar. No quiero participar en un juego en el que sus mochilas y responsabilidades pesan más que ellos, en el que al acabar el colegio no les espera el parque sino más deberes o desconectarse a algún aparato, un mundo en el que el que es diferente, no es especial, sino especialito o un friki.
De verdad que no quiero formar parte de un mundo donde se busca la inteligencia artificial, donde se ansía que las máquinas se parezcan cada vez más a los humanos y, sin embargo, el hombre se parece cada vez menos a un hombre.
No quiero ser público complaciente de un espectáculo donde tener buena presencia no es estar aseado y sonreír, sino una cuestión de talla, del color de tu pelo o de si llevas tatuajes o no.
Me resisto a aplaudir a un mundo donde no importa la intensidad o sinceridad de los amantes sino su sexo. Donde se confunde amar con poseer, ser feliz con parecerlo, atesorar o acumular. Donde las mentiras y los rumores se extienden como la pólvora y es casi imposible aceptar verdades diferentes a las nuestras.
Por otra parte, ¿quién está haciendo el reparto?
¿Acaso no hay comida para todos?
¿Quizá es imposible que nadie duerma al descubierto?
¿No se puede actuar con libertad sin cercenar la del otro?
¿De verdad somos inmunes al sufrimiento ajeno?
Si esto es así, yo este mundo no lo entiendo.
Por estas y tantas otras cosas, mi querido Juno, vuelve a por mí.

Texto e imagen: Santi Jiménez


Los botones

Raquel y yo compartimos coche, a ella le da mucho miedo aparcar en el descampado de detrás de la fábrica, sobre todo cuando trabajamos en el turno de noche, pero es que el aparcamiento de las oficinas de al lado nos cuesta un pico. Cada semana se lleva una el coche, podríamos compartir con más compañeros pero ella es un poco especial y sólo se lleva bien conmigo. A mí me gusta Raquel, es algo tímida, pero no me molesta que esté callada y, de alguna manera, aunque no hable, llena el espacio que ocupa, no sé si me explico.
Raquel es muy delgada y pequeña, no sé cómo aguanta un trabajo como el nuestro, si yo que soy de constitución fuerte llego medio cadáver a la cama, no me imagino cómo debe acabar ella. Hoy ha sido más duro de lo normal, sé que me va a costar conciliar el sueño y supongo que ni siquiera cenaré.
Caminamos en silencio hacia el coche, atentas al suelo que pisamos apenas iluminado por esos rótulos del polígono que nunca duermen. Tropiezo un par de veces, nunca he destacado por mi destreza, todo hay que decirlo. Pulso el botoncito de la llave para localizar el coche que, como de costumbre, no recuerdo muy bien dónde hemos dejado. Ahí está, a penas cuarenta pasos nos separan del pasaporte al hogar.
¡Madre mía, tengo que lavar el coche! Aún no he ocupado el asiento del conductor y Raquel ya tiene el cinturón puesto, está muerta, la pobre, jajaja. Me acomodo en el asiento e intento cerrar la puerta, algo me lo impide. Raquel grita mirando en esa dirección. A mí no me da tiempo a gritar, una mano con un anillo, uno de esos sellos de oro, impacta en mi boca. Noto un sabor metálico. Raquel no deja de gritar. Trato de arrancar el coche, pero recibo un nuevo golpe en la nariz. No sé de dónde salen mis palabras salpicadas en sangre:
  • ¡No tenemos dinero, hijo de puta!
  • Seguro que tenéis otras cosas.- Dice una voz desde el otro lado del coche.- Bajad.
Nos meten en una furgoneta blanca, como hay miles, intento fijarme en algún detalle, pero los dos hombres llevan la cara cubierta y un chándal oscuro sin marca y el vehículo posiblemente sea robado. Raquel a estas alturas está afónica, los mocos y las lágrimas inundan su cara y a mí no me alcanzan las fuerzas para calmarla, estoy tan asustada como ella. Estos tipos no es la primera vez que hacen algo así, llevan cuerdas y bolsas blancas con otros enseres en la parte trasera y un bidón de lo que parece gasolina, nos maniatan, nos introducen una tela en la boca y la cubren con cinta adhesiva. Siento una furia, una impotencia, un miedo y una rabia sin precedentes. Ya no veo nada, han cubierto mis ojos, supongo que también los de Raquel.
La furgoneta se pone en marcha. Noto el cuerpo de Raquel a mi lado en la parte de atrás, no deja de temblar y creo que se ha orinado. Nos detenemos. Me arrastran cogiéndome por el pelo fuera del vehículo, oigo que hacen lo mismo con Raquel. Supongo que entramos en una nave pues sus voces hacen eco. El del anillo le dice al otro que en adelante no hablen y que él se ocupe de la pequeña. El hombre del anillo me lleva en volandas, siento el acero en mi cuello y su erección detrás de mí. Me tira sobre un colchón u otra superficie mullida. No puedo sentir más odio. Vomito del asco, casi me ahogo porque llevo la boca tapada.
Recuerdo las palabras de mi madre que me aconsejaban que en situaciones de peligro lo mejor es una buena patada en sus partes. Estoy boca arriba, él está sobre mí, intento acertar con un rodillazo, el cabrón se ríe.
  • Así que quieres pelea.
Mis gritos se ahogan debajo de la cinta adhesiva. Fija mis manos atadas por encima de mi cabeza a algo, ya no puedo moverlas. Sube mi falda, arranca mis bragas, me está mordiendo por todo el cuerpo. Creo que voy a morir de odio, las lágrimas han empapado la venda, me duelen los ojos, me duele todo.
Siento que podría matar a este hombre si tuviese oportunidad. Todas mis teorías sobre “haz el amor y no la guerra” se derrumban. Me acuerdo unas décimas de segundo de Raquel y lloro con más fuerza. El tío separa y amarra mis piernas. Puedo oler a este cabrón, registro su olor, lo almaceno con ira. Por un minuto disfruto ante la idea de una hipotética venganza.
Me arranca la camisa y oigo los botones volar. Al caer sobre el suelo provocan un ruido estridente y familiar. Sigue sonando. Es mi despertador. La lámpara de mi dormitorio me mira perpleja. Todo ha sido una puta pesadilla y yo, yo siento un amor infinito por mi despertador.



La sorpresa

Sufrido diario:
Treinta años después has vuelto a mis manos. Te ha rescatado ella como a mí.
Treinta años después debo confesar que aún me gusta mirarla. Todavía me trae cerezas y mares hacerlo.
Algunas cicatrices y atrevidas arrugas han ido escribiendo victorias y derrotas sobre ella. La hacen aún más bella, más deseable.
Esta mañana se acercó sonriente hacia mí, ocultando algo tras la espalda:
  • Mira lo que he encontrado, ¿quién era un malote con diario? Jajaja.
  • ¿Y quién era dulce hasta decir basta y ahora tiene bastante mala leche?
Nos reímos ambos, estaba exquisita con ese fingido aire de maldad. Forcejeamos sin mucho empeño en el sofá, mientras yo trataba de arrebatarle esta antigualla para evitarme el bochorno. Me ha despistado con un beso, ganando como siempre y ha leído tus hojas en voz alta:
Mayo, 2016.
Lo sé, ella no se fijaría en alguien como yo.
Soy repetidor, llevo unos cuantos piercings y otros tantos tatuajes, alguno en francés para que no descubran lo mío con Rimbaud: “El niño adormecido se ha callado”, podrían caerme collejas por todas partes si descubren que soy tan maricona que me gusta leer. Ella toca el violín, tiene las manos pequeñas, blancas y delicadas como jazmines y es la hija de la jefa de estudios con la que tanto me reúno. Desayuna piezas de fruta en el recreo y yo salto la tapia de atrás para irme a fumar con la Élite, mi pandilla. No hacemos mal a nadie, es más, diría que lo nuestro es un bien social, redecoramos la ciudad de manera gratuita. Prácticamente ya no queda pared limpia, salvo las nuestras y estamos planteándonos seriamente visitar el pueblo vecino.
Algún profesor de esos enrollados me ha felicitado porque últimamente no me estoy saltando las clases. No sabe que ella es la razón. He pedido sentarme en las primeras filas, eso también ha merecido una felicitación. Mi campo visual ha mejorado bastante. Antes sólo podía verle el pelo, estudiar esas hondas rubias que cuentan historias, que invitan a meter los dedos y deshacerlas, como si se disipasen los problemas, como si mi padre fuera a encontrar trabajo de repente o mi madre fuese a dejar de beber y yo no fuera uno de esos niños de Dickens.
En serio que me doy asco. Si cualquiera de la Élite se enterase de los pensamientos que tengo, me iba a caer spray hasta en el carnet de identidad, ése que pierdo cada vez que me lo hago.
Al principio creí que estaba enfermo. ¡Joder, hasta perdí el apetito! Yo que me meto entre pecho y espalda cualquier cosa y no engordo, para desgracia de mi hermana. Ahora me estoy quedando en el chasis. ¿Y las ojeras? ¡Madre mía, las tengo tatuadas! Lo más patético es que me he metido en el grupo de whatsapp de la clase para conseguir su número y deleitarme con su foto. Alguna vez he pedido los apuntes incluso para pasar desapercibido.
La veo juguetear con la capucha del bolígrafo. Rimbaud susurra: “Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios entornados invocan a Dios”. En esos momentos no puedo evitar besarla. Bueno, besarla mentalmente, yo me entiendo. Son besos lentos, no como los que le doy a otras chicas: apresurados, urgentes, con mucha lengua. Son besos en suspenso. Me detengo como si fuese un diente de león y pudiera desaparecer si no llevo cuidado. Me quedo a unos milímetros de su boca, cierro los ojos y respiro su aliento, es un aliento a brisa de mar, de ese mar al que solía ir con mis abuelos. Me quedo ahí unos segundos y me acerco hasta rozar sus labios, unos labios breves, gruesos, rojos, como cerezas. Visualizo su espalda cubierta de arena y siento el tacto de su piel caliente y suave contrastando con los minúsculos granos. Para entonces suena la campana.
Como suele suceder los males no vienen solos y esta noche la Élite ha planeado una salida, la última casa que nos queda por sellar. Efectivamente, la de la jefa de estudios.
He intentado escaquearme, si ella me viera cualquier posibilidad que tenga por pequeña que sea se esfumaría de un plumazo. Pero ha sido imposible. Me he vestido de negro y he procurado que hiciésemos el “trabajo” lo más rápido posible. He vuelto a casa con el corazón en la boca. He dormido intranquilo, con la sensación de que había alguien ahí afuera.
La alarma del móvil y una notificación han sonado a la par. ¡Dios, es ella! :”El negro te sienta muy bien. Por cierto, tú también tienes una sorpresa”.
Estoy desconcertado, sin duda anoche me vio, no sé si fingir que estoy enfermo. Bah, es una estupidez, si va a dar el chivatazo más vale enterarse cuanto antes e inventar una cuartada potente. Salgo decidido, tanto que olvido la mochila. Regreso a por ella y ahí está “la sorpresa”. Mi pared ha sido mancillada por una grafitera inexperta, sin duda.


¿Cómo puede un error tener la sonrisa tan bonita?”

¡Que me quieras, coño!

Yo es que soy muy de no tener ni puta idea además de osada y bocazas, así que voy a soltar cuatro cosas que no tengo claras en absoluto para adaptarme a los tiempos que corren. Por tanto, advertido lector, haz caso omiso, por favor.
¡Que me quieras, coño!”, a simple vista, no parece la mejor de las estrategias. Sin embargo, es de las que cuenta con mayor número de adeptos. Pareciera que empeñarse y estrellarse contra la pared del corazón ajeno sea deporte olímpico emocional. ¡Ay, cuánto daño han hecho frases hechas del tipo “El que la sigue, la consigue”! A veces, puede parecer incluso que es verdad y que, a fuerza de insistir, lograrás colarte en el palpitante órgano de tu contrincante. Pero me temo, querido lector, que será una visita temporal. Además, eso de querer por dos, ya te digo yo, que es agotador y poco fructífero.
Otra cosa que va fatal para el pelo, la autoestima y el amor es lo de dar pena. Todo el rollo este del chantaje emocional, intentar hacer sentirse culpable al otro pobre infeliz y responsabilizarlo de la propia dicha o desgracia a fin de retenerlo a nuestro lado, no es muy top. Stop victimismo en el amor, please.
Por otro lado, es bueno saber que llega un momento en el que algunas cosas se acaban, que se dan de sí hasta no sujetarse, como pasaba antes con el elástico de las bragas y de nada servía volvértelas a subir, lo mejor, sin duda, era comprar unas nuevas o acostumbrarte a ir sin ellas. En fin, decíamos que a veces las cosas se acaban. Esto sucede, posiblemente, cuando ya lo ha hecho para alguna de las partes. No obstante, no es ajeno al ser humano obstinarse en que algo no deje de ser lo que alguna vez fue, en hacer y deshacer el lazo esperando que quede igual de bonito y que esta vez sea para siempre.
Aún os voy a decir algo más. Lo de prometer amor eterno está muy bien, no digo yo que no, pero exigirlo ya es otro cantar. Y mira que todo iría mejor si el tema de la reciprocidad fuera automático, mas para nuestra desgracia no lo es. Tú conviértete en el mejor de los amantes, procúrale los mejores cuidados a tu amorcito, sé ese mullido hombro sobre el que llorar, haz el pino puente si es preciso, que como sea que no, es que no y que igual se le cruza otro u otra que es todo lo contrario a lo que necesita y/o espera y se le hacen los ojos (por decir algo) chiribitas. “¡Puta vida, tete!”, que dicen algunos.
Finalmente, estimado lector, me gustaría advertirte sobre un tipo gravemente perjudicial para el sangrante músculo del amor. Se trata de ese tipo de persona que es incapaz de quedarse pero tampoco sabe irse para no volver. Es un tipo de amante agazapado que cuando le haces caso omiso o estás feliz con otra persona, reaparece así como por arte de magia. Entonces de repente, comprende lo mucho que te quiere y no se explica cómo ha podido vivir sin ti todo este tiempo en el que tú has estado recuperándote del hachazo que te dio para irse. Como eres idiota lo vuelves a recibir, te lo vuelves a creer y todo va de película hasta que se marca un nuevo Houdini. Digamos que te ha hecho de nuevo el truco pero sin trato. Ojo, que yo no conozco a nadie así, que a mí me lo han contado.

Y llegados a este punto, respetado lector, me voy a despedir que he dicho que eran cuatro cosas.

¡Feliz jueves!

Multitud

Ésta es la carta que nunca enviaré, la llamada que jamás haré y el beso que no te daré.
Seis de la mañana. Suena el teléfono. Al otro lado solloza una voz conocida que suena desconocida, destrozada, agónica, deshecha.
  • Andrea, soy yo. No cuelgues, no cuelgues, por favor. Ha muerto.
No recuerdo contestar, no sé qué hice con el teléfono, ni cómo me vestí, si desayuné, ni si me duché, no tengo idea de haber hecho el trayecto en coche hasta el tanatorio.
Entro en la sala. Esther ejerce de viuda oficial. Nos abrazamos en un abrazo que nos debemos hace un año. Nuestra piel tiene memoria, ella huele a pasado, sus mejillas están mojadas, sonrosadas como de costumbre y, a pesar de las circunstancias, la humedad me hace recordar tiempos mejores, tiempos compartidos a tres.
Detrás de nosotras alguien dice: “Parece que está dormido. ¡Qué buen color, está hasta guapo!”. No tengo paciencia para esas obviedades, me da ganas de reventarle la cabeza al inútil ése que no conoce el maquillaje post mortem, pero en lugar de eso, lo miro a él y nos veo a Esther y a mí reflejadas en el cristal. De nuevo, los tres.
  • Vamos a la cafetería, a saber las horas que llevas sin tomar nada.
Esther obedece como una sonámbula.
Nos pedimos una tila doble. Sus labios se acercan al vaso dejando el rastro de un beso y llora de nuevo.
  • ¿Recuerdas cuando planeábamos salvar el mundo a besos?
  • Yo ya no recuerdo nada, Esther. He llenado la memoria de olvido y tú deberías hacer lo mismo.
  • Pues todo fue idea vuestra, a mí me enredasteis con todas vuestras teorías de pseudointelectuales modernos. Sabes que hubiese hecho lo que fuese por estar con él. No sé cómo pude creerme que no habría celos ni daños colaterales. Al principio todo era perfecto, ¿verdad? Risas, fiestas, parecíamos estudiantes compartiendo piso. Pero yo veía cómo te miraba, había más piel en vuestras caricias, vuestros labios tardaban más en separarse. Yo parecía una infiltrada en aquella cama, una invitada incómoda.
  • Todo está en tu cabeza, te digo que no recuerdo nada. Yo ni siquiera debería estar aquí.
  • Entonces, nada tendría sentido.
Puso su mano sobre la mía y me miró como el hielo. Una certeza se apoderó de mi cabeza, me levanté y dejé las tilas sin pagar. No podía creerlo. Supe que había rechazado que le hicieran la autopsia, mostró un documento del puño y letra de Luis solicitando que saltasen ese trámite si alguna vez sucedía algo, no entiendo a cuento de qué haría tal cosa, era la persona más sana del mundo. Se trataba al parecer de un infarto. Saber que Esther trabajaba en el hospital con libre acceso al laboratorio no me tranquilizaba para nada. Pero, una vez más, cerré los ojos y hui.
Algún día me mato conduciendo. El teléfono no para de recibir llamadas perdidas de Esther. Varios whatsApp. Son “te quieros” que no dejaré ni en visto.
Me repito que está loca. ¡Está loca! Yo no lo estoy menos. Llego a casa buscando nuestras fotos en el portátil, encerradas en el archivo “Multitud”. Abro el correo. ¡Madre mía, 234 mensajes sin leer! Se me para el corazón. Mensaje de Luis:
Querida no, queridísima Andrea:
¿Cuántas veces me has reprochado que sólo sé quererme a mí mismo? Y quizá tuvieses razón. Pero eso era antes. Un año sin ti ha sido suficiente para entender lo que es el amor. Sé que odias las frases hechas, pero algunas no son menos ciertas por eso. Así que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos o hasta que coge la puerta y se pierde ella solita. Supongo que hoy habrás llorado por mí, que te habrás puesto muy fea con la nariz roja y los ojos chiquitos y que estarás pensando que, hasta después de muerto, soy un poco cabrón.
Esther está loca por ti. ¿Sabes que eras tú la única destinataria de sus horribles poemas de doctora? ¿Sabes que tiene una caja de fotos en la que he sido dramáticamente recortado? ¿Sabes que he comprendido que te fuiste por amor, por amor a ambos y que en este triángulo tú eras la única que sabía querer por los tres?
Déjame por una vez que sea yo quien diga la última palabra. Bueno, ya está dicha.
Fue un placer, en el más amplio sentido de la palabra, compartir ese fragmento de vida contigo.
Vía libre, parejita.
Uno que se va.
Siempre vuestro, Luis”.


La llave del tesoro

Todos necesitamos uno. Un amigo al que confiarías la llave del tesoro, un amigo que, en realidad, es el tesoro.
Yo tengo uno así. Anoche, después de quince años, le dije “te quiero” por primera vez. No porque no lo sepamos, no porque hiciese falta, simplemente por el placer de compartir con él tan sagradas palabras. He dicho muchos “te quieros” y he sentido todos y cada uno, pero el de anoche ha dormido conmigo y todavía revolotea dentro de mí. Ha desayunado a mi lado, nos hemos lavado los dientes juntos y se ha sentado conmigo frente al ordenador.
Así que disculpad si hoy os escribo emocionada, perdonad si acaso estas palabras están mojadas. Sabed que con él las lágrimas durarían apenas un par de minutos, conoce trucos que las convierten en carcajadas como por arte de magia. Mi amigo es un alquimista, un renacentista en pleno siglo veintiuno, es humilde y sabedor de sus virtudes, es de carne y hueso, es artista, es grande, es cercano, es certero, es cabal, es un loco encantador de esos que van a por el pan, arreglan un enchufe, destilan poesía o escriben teatro.
No puedo decir que yo haya estado siempre a la altura. Él conoce los motivos y acepta las razones o el sinsentido. Se mantuvo firme como un faro, inamovible como una montaña, cálido como ese abrazo que espera tu regreso, cómplice como esa madre que cuando la lías te recibe con un “¡qué suerte que ya estás en casa!”. Mientras estuve apartada del mundanal ruido, sorda como una tapia ante la fiesta de la vida, nunca faltó su llamada. Su perseverancia me alegra y me sorprende a partes iguales. Sin embargo, y a pesar de que no salen las cuentas, él nunca me ha hecho sentir en deuda.
Simplemente él es así, tiene el don de acordarse de mí cuando está feliz, cuando los planes salen bien, cuando le inundan las buenas noticias o cuando sabe que estoy de aquella manera.
Mi amigo es un valiente. Mi amigo cambió la seguridad y estabilidad de un trabajo perfectamente infeliz por el inquietante y enriquecedor coqueteo con los sueños. Y, porque a veces estas cosas pasan o porque él hace que pasen, resulta que los sueños le están haciendo ojitos a él.
Os hablaría de las noches sin reloj en su taller rodeada por sus cuadros y los de sus alumnos. Ese taller que es una burbuja con vistas a la locura, a la cordura, a tiempos remotos y futuros, un taller que me recuerda que todo es posible, que nada es tan grave, se arregle o no, que estamos vivos y que somos unos privilegiados.

Os hablaría, si me lo permitís, del placer, del enorme privilegio de escucharlo al piano con su última canción, mientras sonríe, fuma o golpea el suelo con un pie marcando el ritmo y recordándome que el suelo sigue ahí y que para poder volar también es necesario tocarlo.
Os contaría de su paciencia infinita cuando le pido otra vez, cada vez que toque la mía, esa que empieza con un “Pierdo la razón”, la que confiesa que “hasta me tiemblan las piernas de miedo cuando te veo andar por el filo de la vida sin mí” y que no me canso de escuchar.
Os hablaría del entusiasmo con que me lee los fragmentos de su última novela (la tercera ya) y de lo afortunada que me siento de asistir a ese alumbramiento prácticamente en directo.
Por no mencionar esas fiestas en su casa de la playa en aquel porche donde nunca falta el serpentín, la comida o el gusto por la vida, donde no se precisa invitación y donde el catálogo humano es más variado que en el metro de Londres.
Por todo esto, por lo que callo, por lo que no sé expresar, por todas las veces que me eriza la piel, me revuelve el alma o resucita mi sonrisa, creo sin duda que todos deberíamos tener un amigo así.


(A mi amigo, el artista Pedro García Jiménez)  

Texto: Santi Jiménez
Obra: Pedro García Jiménez

Isla Paraíso

Debía acabar la novela sí o sí, pero las facturas sin pagar y las prisas de la editorial tenían a mis musas atadas de pies y manos.
Los compañeros de profesión me recomendaron escapar a una pequeña isla, “donde las musas nunca duermen”, concretamente a un hotelito regentado por una mujer española y su joven hijo. No me lo pensé dos veces y llamé. La señora me comentó que sería su propio hijo quien me recogiese y me llevase hasta el hotel, ya que quedaba bastante retirado y la carretera era de difícil acceso.
Tuve que hacer transbordo hasta el aeródromo de la pequeña isla, que llamaremos Paraíso, porque durante dos semanas no fue otra cosa. Desde el aire vi un solitario punto rojo, luego supe que era el destartalado coche del chico, que ya me esperaba.
Se acercó hasta el límite del círculo de seguridad y agarró mi equipaje.
- ¿Diana?
Mi nombre en sus labios sonó a nuevo. Nadie lo había acariciado nunca así.
- Sí.- Dije casi sin aliento.
-¿Cansada del viaje?
Sus pequeños ojos color bombón desaparecían mientras sonreía.
- Estoy bien, gracias, sólo un poco mareada.
Caminaba ágil, delante de mí, portando todas mis maletas. Efectivamente, me había pasado con el equipaje, como de costumbre. Parece que pensó lo mismo que yo. Se giró y bromeó:
- ¿Qué vienes, para quedarte?
Su cuerpo delgado parecía acostumbrado al trabajo físico. Ya en el auto pude observarlo con más detalle. Su mirada albergaba esa indescifrable belleza de quién ha visto demasiado o quizá sólo era inteligencia. Una vena marcaba su sien derecha que era la que quedaba a mi vista. Tenía los dedos delgados, los antebrazos fuertes y conducía como quien ha hecho ese recorrido mil veces. Cada pequeño detalle que le descubría, cada “imperfección”, cada particularidad me gustaba más que la anterior. Aquello no tenía sentido, no procedía, era imposible, totalmente inadecuado y altamente inconveniente. Vamos, como todo a lo que no puedes resistirte.
La radio de ese cacharro con ruedas sonaba sorprendentemente bien. Pusieron mi canción, ambos fuimos a subir el volumen y sucedió: el primer contacto. Todos mis sentidos se concentraron en la punta de mis dedos y el mundo hizo una voltereta lateral con tirabuzón entre mis piernas. No soltamos nuestras manos el resto del camino.
Llegamos al hotel, bueno, contaba con apenas diez habitaciones y un huerto que abastecía la propia cocina. La señora le indicó que subiese las maletas a mi habitación. Él sonrió y me miró. Su mirada resultó muy elocuente. Subí nerviosa la escalera delante de él. Sobre mi hombro derecho mil advertencias, mil señales de peligro, 3 Stop y 4 Prohibido el paso... Y en mi hombro izquierdo, el cartelito con más peso: “¿Por qué no?”.
Cerró la puerta y la cordura se quedó fuera:
- Podría ser tu madre.- Supliqué.
- Lo sé, tenemos tu carnet.- Susurró. Jamás un susurro tuvo tanto poder.
Fueron dos semanas de auténtica locura, dos semanas que me convalidaron absolutamente todas las medallas de gimnasta olímpica, dos semanas luchando contra mi corazón, dos semanas de culpabilidad y delicias, dos semanas para negar, dos semanas que, sin duda, repetiría.
Por cierto, ni las musas ni yo dormimos.


El beso

Son las tres de la mañana, estamos cogidas de la mano y tumbadas en la cama. María está hecha un asco y yo, no me he visto la cara, pero debo andar por el estilo. La miro con los ojos empañados clavados en el techo y aprieto más fuerte su mano. Se me ocurre la estúpida idea de que podrían habernos hecho una fotografía en esa misma posición desde niñas y se verían crecer a cámara rápida nuestros cuerpos, nuestro cariño y nuestros problemas.
María es una suicida, una suicida emocional. Cuando se le presentan varias opciones siempre elige la que más miedo le da, porque dice que ésa es la buena. Yo me propuse salvarla desde que la conocí, pero si lo pienso bien no sabría decir quién ha salvado a quién. Ella me obliga a ser fuerte por las dos.
Desde pequeñas yo fui la responsable, la ordenada, la modélica, la encargada de llevar el dinero cuando nos mandaban a comprar a la tienda de la esquina y la que recibía las broncas de nuestros padres, porque claro, “María es así. De donde no hay, no se puede sacar.”
Recuerdo que cuando se trasladaron a nuestro barrio, teníamos las dos diez años y mis padres me medio obligaron a que fuese a visitar a los nuevos vecinos y fuera amable con su hija. María tenía la misma cara de bicho que tiene ahora y en cuanto nos dejaron solas en su cuarto me susurró:
  • No te esfuerces, me caes mal, yo meriendo remilgadas como tú cada día.
  • Como quieras.- Pasé por delante de sus narices y tomé un libro de la estantería, me tumbé en su cama y me puse a leer uno de “Los Cinco”. Ella hizo lo propio y se acostó a mi lado. Así pasamos toda la tarde y así nos condenamos a querernos para siempre.
María no ha dejado un solo charco sin pisar ni una sola rana sin besar. Cuando me propuse salvarla no sabía que me daría tanta faena. Ella dice que todo lo hace como si sólo tuviese una oportunidad y yo añado que sí, que como si sólo tuviese la oportunidad de cagarla. Asegura que tiene que coger todos los trenes. Yo cuando empieza con los topicazos no puedo con ella y le contesto que se asegura muy mucho de saber de antemano cuáles son los que van a descarrilar.
María me presenta todos y cada uno de sus novios. Yo creo que se los busca en un catálogo de tarados. Todos están cortados por el mismo patrón. Todos son el amor de su vida, con todos siente lo que nunca antes había sentido, con todos le da el pálpito de que esta vez sí que sí, que me vaya comprando el vestido de dama de honor. Pero la verdad es que no da con uno bueno y no será porque no busca y compara a ver si encuentra otro peor: un yonki, un tatuador expresidiario, un casado que le sacaba veinte años y a cuyos hijos les daba clases particulares y fue el padre el que acabó tomándole la lección. Un striper que remataba el show con un final feliz para las clientas no se incluido en el sueldo. Y el último, el que la ha dejado en mi cama con los ojos como un oso panda es el hijo de su jefe. Trabajan ambos en una ferretería y me ha contado con todo lujo de detalles los polvazos que echan en la trastienda. Éste tiene diez años menos que nosotras y dice que está fuerte como un toro. Asegura que le da mucho reparo que los pillen en plena faena pero que las siestas sin tránsito de clientela son muy largas y aburridas.

María ha comenzado a sollozar de nuevo al otro lado de mi cama. Me saca de mis pensamientos, está esperando las palabras mágicas. Entrelazo nuestros dedos y me giro, ella copia mis movimientos como un espejo. Nos quedamos frente a frente, mirándonos más allá de los ojos y le digo lo que quiere escuchar:
  • Pequeñaja, todo va a salir bien.
María borra la distancia entre nosotras, está blanca y caliente como su alma. Acomoda un segundo su frente en mis labios y se agarra de nuevo a mis pupilas.
  • Todo va a salir bien.- Repite.

Y me besa como si sellara esas palabras. Es un beso como ella: roto, pequeño, suave y frágil. Un beso lleno de problemas. 

Hoy no voy a escribir

Os seré sincera. Hoy no quiero escribir. No quiero escribir porque no me apetece desnudarme, porque he aprendido que las palabras pueden doler como puños y porque no quiero hablar sobre el amor, como si existiese otra cosa. No quiero escribir porque hay quien se toma esto como un diario. Porque hay quien no entiende que no soy yo la que escribe y que no lo hago para él. No quiero escribir porque tendría que contaros que vuestro corazón se romperá y volverá a sanar y se volverá a romper y sanará de nuevo y otra vez os dolerá y se volverá a curar. Porque así es como funciona esta máquina, porque así es como se sabe vivo. Porque el corazón no aprende y por eso es corazón.

No puedo escribir porque tendría que contaros que me enamoro cada cinco minutos, de él. Porque tendría que aceptar que me he equivocado mil veces, de mil maneras y he vuelto a repetir. Tendría que explicaros que el sol brilla más cuando se refleja en sus ojos, que las noches son buenas si me las da él y cientos de cursiladas que sólo los corazones que aman entenderían.
No quiero escribir porque tendría que deciros sobre su forma sobreactuada de ponerse frente a la cámara, sobre lo insólito de de esos ojos que desaparecen cuando sonríe y sobre sus tiernas palabras. Tendría que confesaros que es un caramelito, que hace mis días más alegres y que aún no lo he besado. Tendría que deciros que nadie luce la capucha como él, hablaros de su pelo despeinado y sobre sus marcas de expresión.
Me vería obligada a deciros que me gustó desde el primer momento que lo vi, que supe que me iba a doler y también supe que no me querría perder aquello por nada del mundo.
Tendría, vergonzosamente, que confesaros que en seguida me puse a fantasear, que pronto basé la realidad en mi imaginación y que estaba sacando el billete antes de conocer el destino.
Os hablaría, por ejemplo, de que desde el principio lo reconocí, que sentí que la vida lo había puesto aquí para mí y que yo no quise hacerle el feo.

Por eso hoy no me busquéis en la última página del periódico ni en cualquier lugar donde habite la cordura.
No me busquéis hoy, porque hoy no me encuentro. No me busquéis, pues por ésas y otras razones, hoy no voy a escribir.

Texto: Santi Jiménez

Imagen: Rocket, Brad Phillips

Libros y café

Es la primera vez que vengo a esta cafetería, el ambiente me encanta, está decorada como una biblioteca. Libros y café, ¡qué más se puede pedir! Una amiga de un amigo presenta una novela. Emilio ha insistido en que le acompañe y yo, la verdad, no tenía nada mejor que hacer. Escuchar a un autor hablar acerca de su propia obra me gusta, no sé si arroja más luz sobre ésta o sobre la persona, pero no deja de ser interesante. No me esperaba que la oradora fuera una señora mayor, pues Emilio me había dicho que era su primera novela y había supuesto su juventud, como si correr tras los sueños tuviese edad.
La escritora tiene esos ojos que parece que te miran por dentro y que te miran a ti, y sólo a ti, entre la multitud. Tanto es así que ni siquiera recuerdo el color, sí, lo profundos, sí, lo intensos. Me fastidió un poco llegar cuando ya se habían hecho las presentaciones y la protagonista ya había comenzado a hablar.
Estas páginas hablan de cuando hice todo mal y fui feliz.
Alguien me dijo una vez: “Si tu necesidad de ser amado es mayor a la de amar, no va a funcionar”. Quizá tuviese razón y quizá suceda también a la inversa. Comienzo escribiéndole a él”.
Abrió el libro por la primera página y leyó con los ojos cerrados:
Estoy sentada en un banco de la plaza, un chico toca el violín y tú no lo sabes, pero estás aquí. Ésta es una de esas historias que no hay que contar, de las que marcan un antes y un después. Ésta es la historia de una mentira, la historia de un viaje, de esos viajes de los que aunque vuelvas, nunca regresas.
Ésta es una historia sin final, una historia que prometí no escribir.
¿Qué más os podría decir? Es la historia de dos sueños que se enredan, de dos personas que no son libres pero eligen la libertad. Éramos jóvenes y estúpidos. Bueno, él era joven y yo, rematadamente estúpida.
Yo vivía entre cuatro paredes, unos muros que habíamos levantado entre mi marido y yo, durante la friolera de veinte años. Los cimientos se resquebrajaban y el leve aliento de mi joven amigo fue suficiente para hacerlos desaparecer.
Todo comenzó de manera inocente. Nos conocimos en una red social. Lo normal: intercambio de poemas, de cuadros, de fotografías, de inquietudes y acabamos sabiendo el día a día, el minuto a minuto del otro. A él se le ocurrían siempre ideas disparatadas. Inventemos una máquina del tiempo, me decía. Yo quiero besarte en el patio del colegio, quiero ser quien te tire de las coletas, quiero quitarte el bocadillo. Inventemos una máquina teletransportadora y esta noche estaré justo ahí, besándote.
Siempre descartamos la idea de conocernos en persona, pero “siempre”, a veces, resulta ser un tiempo muy corto y cuando nos vinimos a dar cuenta, ya tenía el billete de autobús en mi monedero. En cuando quisimos reparar en ello, ya me estaba recogiendo en la estación.
No puedo explicaros qué sentí cuando lo vi por primera vez, no puedo expresar las ganas de tocarlo, de besarlo, de hacernos uno, aunque me parecía que ya lo había tocado, que ya lo había besado, que ya lo había sentido dentro. La ciudad que nunca vimos era preciosa, me cuentan, pero sólo vimos las paredes del hotel, sólo nos vimos el uno al otro. Y resulta, amigos míos, que eso era el amor. Y resulta, querido público, que eso era el sexo.
Sus manos expertas me despertaron, su lengua sedienta me caló y os puedo asegurar que de ahí no se regresa. No, no se regresa. Me río yo de las Cincuenta sombras de Grey, me descojono del Kamasutra”.
Risas generalizadas entre los asistentes, que habían permanecido mudos hasta ese momento.
Prosiguió:
No quiero destripar la novela. Pero os invito, señoras y señores, a que no finjáis los orgasmos, os invito a cambiar de máquina de gimnasio si ya no os produce agujetas, os emplazo a jugar un partido en casa y el siguiente fuera si es necesario, os animo a vivir, a VIVIR. Y a ti, mi joven amigo, te pido perdón. Me advertiste: No lo cuentes, el mundo no lo entendería. Espero que te equivoques.”

Y entonces, el que yo suponía su editor, puso las manos en su cuello, hundió los dedos en su pelo, no cerraron los ojos, no dejaron de mirarse y nació un beso. Un beso que recorrió la estancia, que me entró por los pies, golpeó mi corazón y se quedó dando vueltas en mi cabeza. 

365 días

Según mis padres habíamos sido uña y carne de niños. Ella, tres años mayor que yo, proclamaba a los cuatro vientos que éramos novios y me mangoneaba a su antojo. Ése era todo el recuerdo que yo tenía de la prima Elena, lo que me habían contado. Pues bien, muy gorda la debía haber liado cuando a sus diecisiete años la enviaban a la otra punta del planeta. Yo tendría que dejarle mi cuarto y trasladarme al trastero. Me pidieron encarecidamente que no le hiciese preguntas y que llevase “cuidado”.
El primer día que llegó, no nos habló a ninguno de los tres ni siquiera se quitó las gafas de sol. Al día siguiente, su actitud era bien distinta y se deshizo en “por favor, tía”, “gracias, tío”, “permíteme, primo”. Sus palabras amables combatían con su mirada penetrante y escrutadora. Nos estaba estudiando. Por la noche, se coló en mi trastero. Parecía otra, algo se había hecho en los ojos, los enmarcaba una sombra oscura del mismo color de su minúsculo short y el top, que no era muy distinto a un sujetador. Se acercó moviendo el mundo con sus caderas y se sentó en mi cama.
  • Hay que ser valientes, ¿no crees? Ya habrá tiempo de pensar en las consecuencias.
Me pareció una extraña manera de iniciar una conversación. Sacó dos cigarrillos de la nada y me dijo:
  • Fuma. ¿Te lo han contado ya? ¿Sabes por qué estoy aquí?
  • Me temo que para arruinarme la vida.- Me miró a los ojos, yo esperaba una sonrisa, pero no ocurrió. Asintió:
  • Muy bien, chico listo. Me gusta cómo piensas. Prepárate que esta noche nos vamos a divertir.
Cuando me vine a dar cuenta estábamos en el metro y Elena llevaba una cerveza en la mano. Caminaba un paso por delante de mí sin permitirme ver otra cosa que no fuera ella. Se giró y nos quedamos a un milímetro, llevó su mano hacia mi cara, anticipé una caricia o una palmada pero en lugar de eso, agarró mis gafas y las lanzó a la vía.
  • Ve a buscarlas, chico triste. Quiero ver qué tan valiente eres.
Tenía miedo, aquellas gafas no me importaban nada, pero a Elena no se le podía decir que no.
Descendí a la vía, nadie se inmutó al ver semejante cosa. Elena me miraba con la cabeza inclinada y los brazos en jarras. Mi corazón sonaba por la megafonía y me impedía escuchar el sonido de la máquina que se aproximaba, los ojos de Elena eclipsaban las luces que se acercaban hacia mí. Me maldije por mi estupidez y traté de salir de ahí lo antes posible. Me esperaba la mano fría y blanca de Elena que me ayudó a subir. La abracé temblando y ella me susurró al oído:
  • La última vez que nos besamos estábamos debajo de una mesa, lo recuerdo.
Regresamos a casa en silencio, ella un paso por delante de mí, con los auriculares en los oídos, creo que sin escuchar nada. Yo, tratando de recordar aquel beso infantil bajo la mesa.
  • Esta noche dormimos juntos. ¿Sabes? Para poder pecar a lo grande hay que parecer ejemplar a los ojos de los estúpidos.- Me dijo.
Llegamos a casa, deshizo su cama y se acomodó en la mía. Esa sería nuestra rutina, retarme cada noche, hacerme vivir y morir a un tiempo y meterse en mi cama. Por la mañana antes de que el resto despertara, se mudaba a su dormitorio y bajaba a desayunar con carita de niña buena y vestida como una catequista.

La dulce Elena de día, me ofrecía una manzana envenenada cada noche. “A ver qué tan valiente eres” comenzaba y me quitaba la cartera y me indicaba: “Quiero que entres ahí y salgas con un regalo para mí”. O “me gusta el móvil de aquel chico, quiero uno igualito, quiero ése precisamente”. Aquello era palabra de Dios, pero un dios insaciable que siempre quería más.
No estoy orgulloso de nada de lo que hice. Tampoco puedo negar que fueron probablemente los 365 días mejores de mi vida.


Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Akiko Ijichi