lunes, 5 de septiembre de 2016

Cosas que sólo se saben cuando se acaba

Hoy me ha pasado algo extrañísimo. He ido a comer a ese pequeño restaurante con aire francés, ése que cuenta con apenas diez mesas, al que acudo cada miércoles. Me encanta la delicada iluminación, la decoración y la selección del hilo musical, es una madeja que acompaña y enriquece la degustación. La gente va muy arreglada, en su mayoría son parejas y yo acudo con la ropa de trabajo pues me pilla a tres manzanas de la oficina y siempre voy sola. 

Aún estaba consultando esa carta que me sé mejor que el cocinero cuando ha entrado un tipo rarísimo, muy alto y con el jersey del revés, parecía buscar a alguien hasta que ha reparado en mí y se ha dirigido decidido hacia mi mesa. Me ha dado dos besos disculpándose por el retraso y ha ocupado el asiento de enfrente. La estupefacción no me ha permitido articular palabra, defenderme de sus besos ni aclararle que me confundía con otra persona. 

- Sígueme la corriente, por favor. Verás, en la mesa del fondo, mi mesa, está la mujer de mi vida, con otro. Hace dos semanas, en esa mesa, le puse un anillo en el dedo. Ella respondió que necesitaba espacio, aire y tiempo. No sabe que ella es el aire, que llena el espacio, que detiene el tiempo. Dicen que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, pero yo sí lo sabía. Y lo sé y la quiero recuperar y por eso te necesito. 

- Creo que voy a llamar a la policía. 

Yo no salía de mi asombro. Y él me cogió la mano por encima de la mesa y la besó. 

- Sí, definitivamente, llamo a la policía.- le digo. 

El loco se levanta, coge su móvil con desparpajo, pone la cámara frontal, me rodea con un brazo y nos saca una foto. Antes de volver a “su” silla, besa mi frente, me mira a los ojos y suplica:

- Te lo pido por lo que más quieras.

- Lo que más quiero es que me dejes comer en paz, en una hora vuelvo al trabajo. 

- Estupendo, comamos pues. 

El tipo llama al mêtre y pide por los dos. Sorprendentemente, acierta de pleno en la elección. Todo es muy surrealista. Comienza a hablarme con naturalidad y fluidez sobre familiares y lo que se supone que son amigos “comunes”. Como la situación parece insalvable, decido unirme a mi enemigo y entablar conversación. 

- Y, ¿cómo sabes que es amor, amor verdadero? 

- Bueno, normalmente esas cosas se saben cuando se acaba. Pero, por ejemplo, tengo en mi cabeza treinta y siete fotos que quiero hacerle, trece canciones que tengo que escuchar con ella y tres ciudades que debemos visitar, sí o sí. E imagina que se hunde el Titanic, le dejaría un trocito de tabla. O cuando me sucede algo bueno, siempre siempre, me acuerdo de ella y supón que su vida dependiera de ello, sería capaz de comer brócoli incluso. 

- Así que brócoli. Ya veo, eso es amor, no cabe duda. 

- Y aún falta una cosa más, el mejor de mis besos todavía no se lo he dado. Bueno, Andrea - me llama Andrea, yo no me llamo Andrea, pero ya no me sorprende nada - mira qué hora se ha hecho, te tengo que dejar. Nos vemos la semana que viene. 

Se levanta y se acerca a mí, coge mis mejillas con ambas manos, me besa suavemente los labios y me invita a levantarme. Me rodea con sus brazos y me besa intensamente. Es un beso de ésos que te hace levantar una pierna, cerrar los ojos,  alinear todos los chacras y decidir el nombre de los tres primeros hijos que tendréis. 

Yo no doy crédito, el hombre que me acaba de dejar sin aliento sale del restaurante y cruza al otro lado de la calle. Aún puedo verlo y aún me tiemblan las piernas. Parece que se lleva el móvil a la oreja. 

En la otra acera:

- Tío, lo he hecho, me he lanzado. Bueno, con los nervios, en vez de presentarme, le he contado una rocambolesca historia, pero ella ha entrado al trapo. 

-¡Estupendo! Seguro que está pirada. 

- En fin, ya sabes, lo importante es que nuestras locuras sean compatibles. 

- Sí, tío, lo que tú digas.

Que nadie mate al dragón

Había una vez una princesa que se veía a escondidas con un dragón.
El apuesto dragón gustaba asimismo, de frecuentar a otras princesas y dragonas.
Y la princesa, que era experta en mirar hacia otro lado, hacía lo propio: mirar hacia otro lado.
Sucedía que el dragón tenía fuego para dar y regalar y que, a su paso - quisiera o no, eso lo desconocemos- iba prendiendo chispa.
Como decíamos, nuestra princesa era experta en mirar hacia otro lado y claro, pasaba lo que suele ocurrir cuando miras en otra dirección. La princesa veía otras cosas, porque era muy princesa eso sí, pero ciega no. Mas, para su desgracia, tan sólo al dragón veía con los ojos de su estúpido y obstinado corazón.
El dragón, ese coleccionista de corazones de cualquier especie, le solía preguntar al regreso de sus escapadas:
"¿Aún me ves, princesa? ¿Me ves aún?"
El dragón no esperaba palabras como respuesta pues nada miente más que éstas y su  princesa, su princesa sabía perfectamente lo que había de hacer. Ella metía sus minúsculas manos en la insaciable boca del dragón. Las muñecas, apoyadas en los letales dientes de aquel monstruo y entonces lo miraba como sólo saben mirar las personas que sienten amor.
La princesa estaba triste.
La princesa no quería pensar, pero la princesa pensaba sin querer y quería sin pensar.
Y nuestra princesa se hacía preguntas:
¿Pueden los dragones enamorarse de las princesas?
¿Cómo ha de temer mi dragón al infierno si es su mismo fuego el que lo habita?
¿Cómo ha de temer mi dragón perderme si siempre me encuentra a su regreso?
¿Y cómo no ha de encontrarme? Pues si no lo espero, me pierdo yo.
La princesa se decía:
Es curioso lo claro que se ve todo desde lejos, qué fácil resulta encontrar soluciones desde el castillo vecino.
La princesa estaba triste.
La princesa se sentía triste, sobre todo cuando hacía días que no veía a "su" dragón. Cuando “su” dragón no la colmaba como sólo él sabía hacer, cuando todo era noche, cuando hasta el día más espléndido era noche cerrada, la princesa sólo imaginaba dramáticos finales para este cuento.
“Aquí hay dos problemas”, se decía, “mi corazón que lo alberga y mis ojos, que me delatan. Debería encontrar a alguien que me ayude. Debería encontrar a alguien que me despoje de una cosa o de la otra. Un trabajo sin duda para un dragón, un dragón de confianza. Un trabajo para "mi" dragón”.
Desde que tomó tal decisión los segundos se detuvieron, los minutos, las horas, los días, los meses y los años no fueron menos.
Sin noticias del dragón.
Así fue como el dragón o su ausencia acabaron con el problema.
Los ojos de la princesa ya no hablaban de amor. Los ojos de la princesa vagaban en el horizonte desde su torre.
¿Sabéis cuánto pesa el corazón de una mujer? Pues ése era el peso exacto que se desprendió de su pecho.
"¡Que no maten ni un dragón!", ordenó la princesa. Nadie entendía aquella nueva orden. “Que nadie mate al dragón” suplicaba en sueños la princesa.
Y es que aunque le faltara, la princesa seguía teniendo corazón.
Hombres, mujeres y dragones vivieron en paz por unos años. Hasta que, una vez más, un cazador furtivo demostró que el odio convierte al hombre en el más peligroso animal.
Aquel cazador furtivo, ese animal con ropas que se erguía sobre sus dos patas mostraba orgulloso su trofeo: un dragón con dos corazones.

FIN

Texto: Santi Jiménez
Imagen: A.R.N.

jueves, 18 de agosto de 2016

Eloísa está debajo de un almendro

Creo que necesito unas vacaciones. Estas fantasías son cada vez más recurrentes y, obviamente, nunca las trasladaría a un plano real, pero se van convirtiendo en golosinas por momentos más tentadoras.

No en todos los casos sueño con matarlos, no. No a todos les deseo una muerte lenta y dolorosa, tampoco es eso. De ninguna manera, podría decirse que los estoy abocando al fracaso de forma plenamente consciente. No se podría afirmar, por otro lado, que me haya enamorado de todas las chicas que pisan la consulta, ni que haya prolongado en todos los casos voluntariamente las sesiones de terapia.

Debería valorarse en su justa medida las veces que me he tragado un “a ti lo que te hace falta es un pico y una pala”. O un “a ti quién coño te va a querer si los alejas a todos con tu actitud de mierda”. “Falta de palos es lo que tienes” ni “si sólo has sufrido por desamor, no tienes ni puta idea de lo que es sufrir”. A estas cosas, la verdad sea dicha, nadie les da valor. 


Todo esto no deja de ser cierto, pero si hay una razón de peso para que cierre por un tiempo la consulta, ésta tiene los ojos verdes y es sólo una acompañante. La primera vez que la vi llegó a la consulta con su madre, doña Eloísa y con un ejemplar de Eloísa está debajo de un almendro. Curioso, al menos y casual, pues es Elvira quien recibe a pacientes y acompañantes, quien concierta las citas, cobra y demás,  pero el azar quiso que ese día estuviese enferma y yo abriese esa puerta y otras que estaban cerradas hacía mucho tiempo. Cada martes regresaba a la consulta con un nuevo libro bajo el brazo y su madre en el otro y yo, con una nueva excusa para salir al recibidor a la hora prevista y ver sus ojos y el nuevo título. La conjura de los necios fue el segundo, podría enumerar cada obra en su orden exacto. Algunas yo no las había leído y esperaba ansioso a terminar la jornada laboral y acudir presto a la librería más cercana. Las que ya había leído las volvía a releer por el mero placer de posar la mirada por donde ella lo habría hecho, por conocerla un poco más. 

Comencé a adecentar la consulta y el recibidor y a cuidar más mi aspecto cuando “tocaba” doña Eloísa. La paciente debía estar contenta con el tratamiento o al menos, engancharse, yo no podía perder a su hija. Les expuse la conveniencia de hablar con los miembros más cercanos a doña Eloísa. Estaba excitadísimo ante la idea de pasar una hora con ella. Con Ella. Pasaba las semanas anhelando una sola hora. Y así, empezaron a sobrarme los demás pacientes. Fue así como comencé a odiarlos a todos. 

Y ocurrió, lo que suele suceder cuando anhelas algo con todas tus fuerzas, que pasa cualquier cosa menos lo que tanto esperas. Y así fue que se vino a morir la única paciente que no debía. Y, para mi desgracia, su hija era una persona feliz y equilibrada, que no me necesitaría ni siquiera para superar el maldito período de duelo. 

Así que cuando la buena de Elvira me avisó consternada:

- Don Álvaro, ha ocurrido una desgracia, doña Eloísa ha muerto. 

No pude evitar mi respuesta:

- ¡Por mí como si la entierran debajo de un almendro!

Siete pasos

Pasamos nuestra infancia y adolescencia internas en un colegio de monjas. ¿Qué podría salir mal? Nuestros padres trabajaban todo el día para conseguir buenos dineros que invertían en viajes y vacaciones en pareja y en enviarnos a mi hermana y a mí bonitas postales decoradas con el carmín de mi madre en forma de beso, la elegante firma de mi padre y una mezcla del perfume de ambos. A las monjitas les caían además suculentos pellizcos que nos convertían en unas niñas muy apreciadas pero que no nos libraban de sus aleccionadores pellizcos. A nosotras, por otro lado, nunca nos faltó una postal, todo hay que decirlo.
Mi hermana era la guapa, la que mejor tocaba el piano, la del punto de cruz perfecto, la de la voz melodiosa, la protagonista en las obras de teatro, la del pelo largo y rubio y a la que más le crecieron los pechos. Y yo era todo eso y más, pero en sentido inverso. Me llamaban “Bicho”, con eso os lo digo todo.
Y llegó el verano del 85 y nuestros padres decidieron que ya era hora de que disfrutásemos un poco del calor de un hogar y del amor de la familia. Así que nos mandaron a casa de nuestros tíos, los del pueblo, a los que Dios no había querido bendecir con el milagro de los hijos y que, todo hay que decirlo, eran más raros que un perro verde. Mi hermana y yo tardamos un poco en acostumbrarnos a tanto amor, a calcular la temperatura exacta del café de mi tío, el lustro justo que debíamos darle a sus zapatos, la manera correcta de hacer la cama de mi tía sin que quedase un solo pliegue, “como si fuese la de un hotel” y el tono exacto en que había que dar los buenos días dependiendo del nivel de descanso nocturno de nuestros parientes.
Cuando recibíamos visitas mi hermana debía llevar la melena suelta y tocar el piano que mamá había regalado a mis tíos por acogernos casi gratuitamente. A mí no me importaba que nos presentasen como “mi sobrina y su hermana”. Tampoco me molestó que mi tía tardase media hora en acostumbrarse a llamarme “Bicho”, ella también.
Sólo lloré catorce noches. Eran llantos no exentos de asombro por echar de menos a las monjitas y sus palmetazos, aquellos que me introducían los conocimientos y el respeto necesario para amarlas a ellas y a Nuestro Señor Jesús.
Sólo lloré catorce noches, como os digo, porque a la que hacía quince mi hermana, iluminada por el insomnio patrocinado por los fuegos artificiales que celebraban que el pueblo estaba en fiestas, tuvo la brillante idea de que nos escapásemos por la ventana a echar una ojeadita. La conciencia tranquila de mis tíos les permitía dormir como troncos, así que nuestra visita nocturna al pueblo se convirtió en rutina.
Los farolillos, las banderitas, la música, los perros, las risas, la alegría contagiosa, los adolescentes fumando, los bailes agarrados de los militares, las mujeres de vida alegre sobre las rodillas de hombres con anillo y mi boca abierta de par en par en dura competición con mis ojitos de bicho.
Mi hermana, meneando el culo, la barbilla levantada, los pechos desafiantes y la melena al viento, incluso sin viento. Parecía la reina indiscutible de la fiesta.
Mientras caminábamos por las calles desiertas, me había permitido pasear de su mano, pero en cuanto llegamos al cogollo se desprendió de mí con un apretón cariñoso y definitivo, sin lugar a dudas.
  • Bicho, te quiero a siete pasos como mucho. Bicho, ¿qué te he dicho?
  • A siete pasos, como mucho.
  • Buena chica.
Puede parecer que no, pero esas palabras iban cargadas de cariño y sentido de protección.
Y allí estaba él, rodeado de chicos de su edad que no le llegaban a la suela del zapato, apoyado descuidada y estudiadamente en una farola y con un séquito de admiradoras en frente, dándose codazos, ruborizándose y soñando con que las sacase a bailar. Él fumaba con su rodilla flexionada y el pie y la espalda apoyados en la envidiada farola, con la ceja levantada y la sonrisa de medio lado.
Mi hermana lo tuvo claro. Un, dos, tres, golpe de melena.
  • ¿Tienes un cigarrillo, canijo?
  • Tengo lo que tú quieras, princesa.
Los siete pasos de distancia no impidieron que yo me enamorase hasta la médula. Si algo había aprendido en aquellos años con las monjitas era que todo lo que me atraía, me gustaba o me hacía cosquillitas por dentro era el demonio. Así que adelanté aquellos siete pasos prohibidos y solté:

  • Perdona, tú eres el pecado, ¿verdad?

El ascensor

Nos habían encargado escribir una colaboración a medias. Se trataba de hacer un diálogo en el que sólo aparecieran las intervenciones de los personajes sin más acotaciones, descripción o narración. Era una colaboración desinteresada, me venía fatal de tiempo y no me apetecía para nada, pero Fran es amigo y nunca he sabido decirle que no.
Al tipo en cuestión, a mi compañero de la ficticia conversación, no lo conocía en persona y poco había oído hablar de él. Lo había leído en alguna ocasión, pero estos últimos días, desde que Fran había propuesto nuestra participación, lo estaba siguiendo con más atención. Había buscado incluso imágenes suyas en Google movida por la curiosidad, pero en todas aparecía con sombrero y gafas de sol. He de reconocer que tenía una pinta bastante interesante. La verdad es que leyéndolo me lo había imaginado como un tipo apuesto y hasta podía escuchar su voz en cada página. Sus textos jugaban con una perfecta combinación de violencia, elegancia, sensibilidad y música. El tío sabía lo que se hacía. Ofrecía ese tipo de literatura que te atrapa sin renunciar a la calidad. Eran en su mayoría relatos breves en los que te colabas de manera irremediable, atrapado por el ambiente de humo, juego y jazz y acababas amando u odiando a los personajes que menos esperabas cuando menos lo esperabas.
En fin, que casi me lamentaba por haberlo leído, me hacía sentir muy pequeñita y torpe y maldije a Fran por haberse acordado de mí. Fran nos propuso quedar en una cafetería, hacer las presentaciones y hablarnos de un proyecto futuro si veíamos que funcionábamos bien juntos en esta primera ocasión. Inmediatamente, pensé en declinar su amable oferta, la de la cafetería, pues después de haber leído a mi compañero de letras, presentía un peligro inminente y no quería que la relación pudiese ni de lejos traspasar el límite de lo profesional. Por favor, que el último mes me había enamorado veintisiete veces, ¡basta ya! Decidido, iba a llamar a Fran y pedirle el correo electrónico del personaje pues si algo tenía claro es que los lazos afectivos no se llevaban bien con el trabajo. Lo sabía, me estaba armando un poco la película, pero prefería evitar cualquier riesgo por remoto que fuera.
  • Hola, Fran. Seguro que te pillo bien, sé que siempre es un buen momento para hablar conmigo (Escuché su encantadora risa al otro lado)- Respecto a lo de vernos en Atticus con este muchacho, no sé cuándo hemos quedado pero me viene mal.
  • Jajaja, Sofía, ¿qué tal, locuela? Si no sabes ni la fecha, quedemos que tengo muchas cosas que contarte e interesantes ofertas para ti. Ya está bien de volar bajito y en solitario.
  • En serio, Fran, estoy bien como estoy y respecto a ese encuentro, de verdad, de verdad, que mi madre no me deja.
  • Jajaja, mira que eres cabezona. ¿Cómo trabajaréis? ¿Por telepatía?
  • Bueno, yo había pensado en algo que requiera menos esfuerzo mental, algo así como que me dieras su correo.
  • Como quieras, cobardica. Apunta: laspuertasdelaverno@gmail.
  • ¿En serio? Será presuntuoso, pretencioso, prepotente y todo lo que empiece por pre.
  • Sí, Sofía, así es, la policía siempre investiga los correos electrónicos de los sospechosos, pueden llegar a decir mucho de una persona.
  • Vale, Fran, hasta luego. Tengo cositas que hacer, por supuesto, no tan interesantes como hablar contigo y que te rías de mí.
  • Ciao, loca.
No esperé a llegar a casa y desde el autobús le envié el primer correo electrónico con un pretendido y estudiado tono aséptico, rápido, directo y breve, como un mal polvo. Su respuesta no se hizo esperar.
Estimada y desconocida Sofía:
Sofía... ¡quién la pillara! ¿verdad? La sabiduría... Me han dicho que te ha gustado mucho mi correo y que te has creado un segundo mail, laspuertasdelaverno2. Me parece un detalle entrañable por tu parte. Dime cuándo nos vemos. Emoticono de beso en la frente aquí. Corto y cambio”.
Sin duda el imbécil de Fran se había ido de la lengua y le había puesto en antecedentes. Me sentía furiosa y en desventaja, dos sentimientos que siempre vale la pena ocultar. Le respondí a los dos días. Que espere, me dije, a ver si se le pasa el buen humor.
Perdona que no haya contestado antes pero el correo me va fatal y no me apetecía. No podemos vernos, ya te habrá dicho el discreto de Fran que mi madre no me deja. Pero por este medio podemos comenzar una tormenta de ideas, si te parece bien”.
Su respuesta, inmediata:
¡Huy!, me pillas en muy mal momento ahora para intercambiar fluidos electrónicos, pero lo de la tormenta me ha puesto romántico y no he podido evitar contestarte. Sofía, ¿qué haremos con la calma que sigue a la tormenta?”
Mi compañero en potencia aprovechó la tontería de que el correo electrónico me iba mal para pedirme el Whatsapp. Ese movimiento es de primero de relaciones digitales, pero miré para otro lado. Las conversaciones eran fluidas e iban subiendo frecuencia y tono. Sin embargo, no avanzábamos en el diálogo para Fran. Bromeábamos diciendo que íbamos a despachar al bueno de Fran enviándole las capturas de nuestras conversaciones y que hiciera un corta y pega, total todo lo que hablábamos eran genialidades, decía el descarado.
Un buen día entró un nuevo mensaje en mi bandeja. Me extrañó porque hacía tiempo que habíamos abandonado ese medio. Sólo Whatsapp y sólo texto, nada de fotografías o vídeos, nada de llamadas ni audios. Aún no sabía si la voz que leía sus páginas por mí era la correcta o una impostora. Sus ojos también eran un misterio. Sus manos, lo único que dejaban al descubierto las fotos de Google, me encantaban.
Querida desconocida:
Cuanto más la conozco a usted, más me desconozco yo. Eso no me gusta nada, pero no soy rencoroso así que le informo de que hoy, como cada día, voy a comer en el Continental, sé que a usted esto de quedar siempre le viene mal, lo mismo es porque no le gusta que la vean comer en público, por eso he reservado habitación para dos y así podemos comer y trabajar fuera de incómodas miradas. Yo estaré en el hall sobre las dos y media, a las dos y treinta y cinco en el ascensor y a las dos cuarenta comiendo contigo, por ti o a ti, ya se verá.”
Este tío es idiota, me encanta. Sofía, vamos a ir, vamos a comer y a trabajar, me prometí. Pobre Fran, se lo debo.
Cogí un taxi, a las dos y veinticinco estaba en la puerta del hotel, a las dos y veintiséis vibró mi móvil, podía verlo a él de espaldas a la puerta consultando el reloj. Era un whatsapp suyo: “Antes de que llegues al ascensor te habré besado”.


Sonreí, lo demás es otra historia.

Diente de león

Este año sólo puedo arañar diez días de vacaciones. He alquilado una casita en la costa, no está muy cerca de la orilla del mar, pero me gusta aprovechar ese pequeño camino hasta la playa para ordenar los pájaros de mi cabeza.
Estoy llevando como el que no quiere la cosa una rutina que me está sentando de maravilla. Madrugo, café con leche y tostada, zumo natural y, sin mirar, me zampo un par de golosinas. Paseo hasta la playa y me doy un baño rápido. Entro en el agua caminando, he decidido no hacer aspavientos por fría que esté y sigo hasta que me cubre. Me quito el bañador y nado un poco. Primero a braza, luego a crol y finalmente, a espalda. Por último, hago el muerto, me vuelvo a poner la prenda opresora y salgo de nuevo. Después paseo por la orilla, por la zona mojada de la arena. Odio tomar el sol vuelta y vuelta, pero esos paseos me están sentando de lujo.
No he comido ni un solo día en casa. Me llevo mi pequeña mochila con lo imprescindible: un biquini de repuesto, protector, el móvil para las fotos de “aquí sufriendo”, destinadas al grupo de amigos y familia, gafas de sol, gorra y el monedero. Me estoy recorriendo los chiringuitos de la zona y los bares así a lo loco con suerte desigual.
He venido con varios propósitos: desconectar, no escatimar en gastos, nada de tatuajes nuevos, nada de piercings y nada de hombres. De momento y para mi desgracia, lo estoy cumpliendo a rajatabla, pero no prometo nada.
Me estoy pegando unas siestas que me da hasta remordimientos, pero luego se me pasa. Ayer sin embargo, no podía dormir e hice como hacía de pequeña cuando llegaba a la residencia de verano, rebuscar en todos los armarios y cajones. Era delicioso reencontrarme con recuerdos y sorprenderme con hallazgos totalmente olvidados.
Es bastante diferente cuando la casa no te pertenece. Me extrañó que los inquilinos anteriores no hubiesen desalojado todo, quedaban pocas cosas pero algo quedaba y me sentía un poco como una invasora.
Lo más inquietante que he encontrado es una grabadora que aún conserva la cinta en su interior. Tras unas dudas morales me he convencido de que estaba allí para que yo la escuchara. Me encanta cuando soy condescendiente conmigo misma, aunque esto me proporcione momentos de placer y coscorrones no sé muy bien en qué proporción.
Le doy al play. Suena una voz de mujer, no sé si está feliz o triste, parece susurrar.
No sé qué pretendo con estas palabras, no sé a quién se las dirijo, quizá estoy hablando conmigo misma, tal vez solo trato de comprender o justificar qué hago aquí, por qué no estoy viviendo la vida que me estaba predestinada, por qué me he vuelto loca y por qué vuelvo a ser feliz. Tú estás durmiendo en la habitación de al lado. No me extraña que necesites un descanso (La mujer se ríe, estas últimas palabras diría que las ha pronunciado avergonzada y dichosa). Me inquietaba y me atraía esa vida tuya tan diferente a la mía. Tu vida no es fácil ni cómoda. Eres un artista, un bohemio, un loco, un bicho raro, un ser en vías de extinción y la mía, mi vida no sabría muy bien cómo catalogarla. Se supone que tenía de todo. Tenía dónde dormir, dónde comer, dónde acostarme. Pero no tenía sueño, ni hambre, ni ganas de acostarme con él.
Casi sin darme cuenta mi círculo de amigos se había ido reduciendo hasta resultar inexistente y cualquiera de mis actividades ajenas a él habían finalizado sin que yo me percatara.
Yo sabía perfectamente que no era feliz. Había dejado de pintar, a él le molestaba que tuviera todos mis trastos por en medio. Al principio antes de tener que renunciar a ello me acomodé en el sótano, pero mis pinturas de la mano de mis ilusiones fueron muriendo poco a poco. Tampoco era de su agrado que leyera o escribiese. Aprovechaba la oscuridad de la noche para leer o me escondía en el baño para hacerlo. Solía decirme que yo era un desastre, que no hacía nada a derechas, pero que para mis tonterías siempre tenía tiempo. Así que me resigné, creí que quizá tuviese razón y abandoné estas tareas inservibles y también dejé de reírme y de soñar, pues tampoco parecían labores muy fructíferas.
Comprendí que cualquier cosa que no hiciese a su manera estaba mal hecha. Yo trataba de poner todos mis sentidos en cada acto, pero realmente era muy torpe, cada vez más y siempre acababa metiendo la pata. Él me reprochaba que parecía que quería oírlo, que no sabía qué placer encontraba yo en hacerlo enfadar, que pareciera que hasta que no se ponía así, yo no reaccionaba, que estaba harto de decirme las cosas, que parecía mentira que no lo conociera después de tanto tiempo. Pero yo, cada vez sabía menos, cada vez lo desconocía más y cada vez tenía más facilidad para estropearlo todo y hacerlo estallar. Un paquete de jamón york mal abierto, una estantería desordenada, una prenda que no salía limpia de la lavadora... “

Pulso el stop, siento que ya he escuchado demasiado o tal vez suficiente. Reviso mis propósitos para las vacaciones y salgo a la calle. De regreso traigo un tatuaje nuevo, es un diente de león que se deshace y unos cuantos besos con el guaperas del chiringuito. 

Querido Juno

Visto lo visto me voy a Júpiter.
Lo sé, no es la actitud más valiente, ni la más combativa ni la más responsable. Pero no quiero vivir en un mundo en el que la gente pelea por hablar una lengua diferente a otros o se mata por pensar de manera distinta.
No quiero formar parte de un planeta en el que a los niños se les indica cuáles son los colores correctos y se les impone que no se salgan de los márgenes, donde se les instruye en la “buena” caligrafía y no se les anima a buscar una letra propia. No quiero ser cómplice de un mundo en el que no se cultive su herramienta innata para pensar sino en el que se les pretende adoctrinar. No quiero participar en un juego en el que sus mochilas y responsabilidades pesan más que ellos, en el que al acabar el colegio no les espera el parque sino más deberes o desconectarse a algún aparato, un mundo en el que el que es diferente, no es especial, sino especialito o un friki.
De verdad que no quiero formar parte de un mundo donde se busca la inteligencia artificial, donde se ansía que las máquinas se parezcan cada vez más a los humanos y, sin embargo, el hombre se parece cada vez menos a un hombre.
No quiero ser público complaciente de un espectáculo donde tener buena presencia no es estar aseado y sonreír, sino una cuestión de talla, del color de tu pelo o de si llevas tatuajes o no.
Me resisto a aplaudir a un mundo donde no importa la intensidad o sinceridad de los amantes sino su sexo. Donde se confunde amar con poseer, ser feliz con parecerlo, atesorar o acumular. Donde las mentiras y los rumores se extienden como la pólvora y es casi imposible aceptar verdades diferentes a las nuestras.
Por otra parte, ¿quién está haciendo el reparto?
¿Acaso no hay comida para todos?
¿Quizá es imposible que nadie duerma al descubierto?
¿No se puede actuar con libertad sin cercenar la del otro?
¿De verdad somos inmunes al sufrimiento ajeno?
Si esto es así, yo este mundo no lo entiendo.
Por estas y tantas otras cosas, mi querido Juno, vuelve a por mí.

Texto e imagen: Santi Jiménez


Los botones

Raquel y yo compartimos coche, a ella le da mucho miedo aparcar en el descampado de detrás de la fábrica, sobre todo cuando trabajamos en el turno de noche, pero es que el aparcamiento de las oficinas de al lado nos cuesta un pico. Cada semana se lleva una el coche, podríamos compartir con más compañeros pero ella es un poco especial y sólo se lleva bien conmigo. A mí me gusta Raquel, es algo tímida, pero no me molesta que esté callada y, de alguna manera, aunque no hable, llena el espacio que ocupa, no sé si me explico.
Raquel es muy delgada y pequeña, no sé cómo aguanta un trabajo como el nuestro, si yo que soy de constitución fuerte llego medio cadáver a la cama, no me imagino cómo debe acabar ella. Hoy ha sido más duro de lo normal, sé que me va a costar conciliar el sueño y supongo que ni siquiera cenaré.
Caminamos en silencio hacia el coche, atentas al suelo que pisamos apenas iluminado por esos rótulos del polígono que nunca duermen. Tropiezo un par de veces, nunca he destacado por mi destreza, todo hay que decirlo. Pulso el botoncito de la llave para localizar el coche que, como de costumbre, no recuerdo muy bien dónde hemos dejado. Ahí está, a penas cuarenta pasos nos separan del pasaporte al hogar.
¡Madre mía, tengo que lavar el coche! Aún no he ocupado el asiento del conductor y Raquel ya tiene el cinturón puesto, está muerta, la pobre, jajaja. Me acomodo en el asiento e intento cerrar la puerta, algo me lo impide. Raquel grita mirando en esa dirección. A mí no me da tiempo a gritar, una mano con un anillo, uno de esos sellos de oro, impacta en mi boca. Noto un sabor metálico. Raquel no deja de gritar. Trato de arrancar el coche, pero recibo un nuevo golpe en la nariz. No sé de dónde salen mis palabras salpicadas en sangre:
  • ¡No tenemos dinero, hijo de puta!
  • Seguro que tenéis otras cosas.- Dice una voz desde el otro lado del coche.- Bajad.
Nos meten en una furgoneta blanca, como hay miles, intento fijarme en algún detalle, pero los dos hombres llevan la cara cubierta y un chándal oscuro sin marca y el vehículo posiblemente sea robado. Raquel a estas alturas está afónica, los mocos y las lágrimas inundan su cara y a mí no me alcanzan las fuerzas para calmarla, estoy tan asustada como ella. Estos tipos no es la primera vez que hacen algo así, llevan cuerdas y bolsas blancas con otros enseres en la parte trasera y un bidón de lo que parece gasolina, nos maniatan, nos introducen una tela en la boca y la cubren con cinta adhesiva. Siento una furia, una impotencia, un miedo y una rabia sin precedentes. Ya no veo nada, han cubierto mis ojos, supongo que también los de Raquel.
La furgoneta se pone en marcha. Noto el cuerpo de Raquel a mi lado en la parte de atrás, no deja de temblar y creo que se ha orinado. Nos detenemos. Me arrastran cogiéndome por el pelo fuera del vehículo, oigo que hacen lo mismo con Raquel. Supongo que entramos en una nave pues sus voces hacen eco. El del anillo le dice al otro que en adelante no hablen y que él se ocupe de la pequeña. El hombre del anillo me lleva en volandas, siento el acero en mi cuello y su erección detrás de mí. Me tira sobre un colchón u otra superficie mullida. No puedo sentir más odio. Vomito del asco, casi me ahogo porque llevo la boca tapada.
Recuerdo las palabras de mi madre que me aconsejaban que en situaciones de peligro lo mejor es una buena patada en sus partes. Estoy boca arriba, él está sobre mí, intento acertar con un rodillazo, el cabrón se ríe.
  • Así que quieres pelea.
Mis gritos se ahogan debajo de la cinta adhesiva. Fija mis manos atadas por encima de mi cabeza a algo, ya no puedo moverlas. Sube mi falda, arranca mis bragas, me está mordiendo por todo el cuerpo. Creo que voy a morir de odio, las lágrimas han empapado la venda, me duelen los ojos, me duele todo.
Siento que podría matar a este hombre si tuviese oportunidad. Todas mis teorías sobre “haz el amor y no la guerra” se derrumban. Me acuerdo unas décimas de segundo de Raquel y lloro con más fuerza. El tío separa y amarra mis piernas. Puedo oler a este cabrón, registro su olor, lo almaceno con ira. Por un minuto disfruto ante la idea de una hipotética venganza.
Me arranca la camisa y oigo los botones volar. Al caer sobre el suelo provocan un ruido estridente y familiar. Sigue sonando. Es mi despertador. La lámpara de mi dormitorio me mira perpleja. Todo ha sido una puta pesadilla y yo, yo siento un amor infinito por mi despertador.



La sorpresa

Sufrido diario:
Treinta años después has vuelto a mis manos. Te ha rescatado ella como a mí.
Treinta años después debo confesar que aún me gusta mirarla. Todavía me trae cerezas y mares hacerlo.
Algunas cicatrices y atrevidas arrugas han ido escribiendo victorias y derrotas sobre ella. La hacen aún más bella, más deseable.
Esta mañana se acercó sonriente hacia mí, ocultando algo tras la espalda:
  • Mira lo que he encontrado, ¿quién era un malote con diario? Jajaja.
  • ¿Y quién era dulce hasta decir basta y ahora tiene bastante mala leche?
Nos reímos ambos, estaba exquisita con ese fingido aire de maldad. Forcejeamos sin mucho empeño en el sofá, mientras yo trataba de arrebatarle esta antigualla para evitarme el bochorno. Me ha despistado con un beso, ganando como siempre y ha leído tus hojas en voz alta:
Mayo, 2016.
Lo sé, ella no se fijaría en alguien como yo.
Soy repetidor, llevo unos cuantos piercings y otros tantos tatuajes, alguno en francés para que no descubran lo mío con Rimbaud: “El niño adormecido se ha callado”, podrían caerme collejas por todas partes si descubren que soy tan maricona que me gusta leer. Ella toca el violín, tiene las manos pequeñas, blancas y delicadas como jazmines y es la hija de la jefa de estudios con la que tanto me reúno. Desayuna piezas de fruta en el recreo y yo salto la tapia de atrás para irme a fumar con la Élite, mi pandilla. No hacemos mal a nadie, es más, diría que lo nuestro es un bien social, redecoramos la ciudad de manera gratuita. Prácticamente ya no queda pared limpia, salvo las nuestras y estamos planteándonos seriamente visitar el pueblo vecino.
Algún profesor de esos enrollados me ha felicitado porque últimamente no me estoy saltando las clases. No sabe que ella es la razón. He pedido sentarme en las primeras filas, eso también ha merecido una felicitación. Mi campo visual ha mejorado bastante. Antes sólo podía verle el pelo, estudiar esas hondas rubias que cuentan historias, que invitan a meter los dedos y deshacerlas, como si se disipasen los problemas, como si mi padre fuera a encontrar trabajo de repente o mi madre fuese a dejar de beber y yo no fuera uno de esos niños de Dickens.
En serio que me doy asco. Si cualquiera de la Élite se enterase de los pensamientos que tengo, me iba a caer spray hasta en el carnet de identidad, ése que pierdo cada vez que me lo hago.
Al principio creí que estaba enfermo. ¡Joder, hasta perdí el apetito! Yo que me meto entre pecho y espalda cualquier cosa y no engordo, para desgracia de mi hermana. Ahora me estoy quedando en el chasis. ¿Y las ojeras? ¡Madre mía, las tengo tatuadas! Lo más patético es que me he metido en el grupo de whatsapp de la clase para conseguir su número y deleitarme con su foto. Alguna vez he pedido los apuntes incluso para pasar desapercibido.
La veo juguetear con la capucha del bolígrafo. Rimbaud susurra: “Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios entornados invocan a Dios”. En esos momentos no puedo evitar besarla. Bueno, besarla mentalmente, yo me entiendo. Son besos lentos, no como los que le doy a otras chicas: apresurados, urgentes, con mucha lengua. Son besos en suspenso. Me detengo como si fuese un diente de león y pudiera desaparecer si no llevo cuidado. Me quedo a unos milímetros de su boca, cierro los ojos y respiro su aliento, es un aliento a brisa de mar, de ese mar al que solía ir con mis abuelos. Me quedo ahí unos segundos y me acerco hasta rozar sus labios, unos labios breves, gruesos, rojos, como cerezas. Visualizo su espalda cubierta de arena y siento el tacto de su piel caliente y suave contrastando con los minúsculos granos. Para entonces suena la campana.
Como suele suceder los males no vienen solos y esta noche la Élite ha planeado una salida, la última casa que nos queda por sellar. Efectivamente, la de la jefa de estudios.
He intentado escaquearme, si ella me viera cualquier posibilidad que tenga por pequeña que sea se esfumaría de un plumazo. Pero ha sido imposible. Me he vestido de negro y he procurado que hiciésemos el “trabajo” lo más rápido posible. He vuelto a casa con el corazón en la boca. He dormido intranquilo, con la sensación de que había alguien ahí afuera.
La alarma del móvil y una notificación han sonado a la par. ¡Dios, es ella! :”El negro te sienta muy bien. Por cierto, tú también tienes una sorpresa”.
Estoy desconcertado, sin duda anoche me vio, no sé si fingir que estoy enfermo. Bah, es una estupidez, si va a dar el chivatazo más vale enterarse cuanto antes e inventar una cuartada potente. Salgo decidido, tanto que olvido la mochila. Regreso a por ella y ahí está “la sorpresa”. Mi pared ha sido mancillada por una grafitera inexperta, sin duda.


¿Cómo puede un error tener la sonrisa tan bonita?”

¡Que me quieras, coño!

Yo es que soy muy de no tener ni puta idea además de osada y bocazas, así que voy a soltar cuatro cosas que no tengo claras en absoluto para adaptarme a los tiempos que corren. Por tanto, advertido lector, haz caso omiso, por favor.
¡Que me quieras, coño!”, a simple vista, no parece la mejor de las estrategias. Sin embargo, es de las que cuenta con mayor número de adeptos. Pareciera que empeñarse y estrellarse contra la pared del corazón ajeno sea deporte olímpico emocional. ¡Ay, cuánto daño han hecho frases hechas del tipo “El que la sigue, la consigue”! A veces, puede parecer incluso que es verdad y que, a fuerza de insistir, lograrás colarte en el palpitante órgano de tu contrincante. Pero me temo, querido lector, que será una visita temporal. Además, eso de querer por dos, ya te digo yo, que es agotador y poco fructífero.
Otra cosa que va fatal para el pelo, la autoestima y el amor es lo de dar pena. Todo el rollo este del chantaje emocional, intentar hacer sentirse culpable al otro pobre infeliz y responsabilizarlo de la propia dicha o desgracia a fin de retenerlo a nuestro lado, no es muy top. Stop victimismo en el amor, please.
Por otro lado, es bueno saber que llega un momento en el que algunas cosas se acaban, que se dan de sí hasta no sujetarse, como pasaba antes con el elástico de las bragas y de nada servía volvértelas a subir, lo mejor, sin duda, era comprar unas nuevas o acostumbrarte a ir sin ellas. En fin, decíamos que a veces las cosas se acaban. Esto sucede, posiblemente, cuando ya lo ha hecho para alguna de las partes. No obstante, no es ajeno al ser humano obstinarse en que algo no deje de ser lo que alguna vez fue, en hacer y deshacer el lazo esperando que quede igual de bonito y que esta vez sea para siempre.
Aún os voy a decir algo más. Lo de prometer amor eterno está muy bien, no digo yo que no, pero exigirlo ya es otro cantar. Y mira que todo iría mejor si el tema de la reciprocidad fuera automático, mas para nuestra desgracia no lo es. Tú conviértete en el mejor de los amantes, procúrale los mejores cuidados a tu amorcito, sé ese mullido hombro sobre el que llorar, haz el pino puente si es preciso, que como sea que no, es que no y que igual se le cruza otro u otra que es todo lo contrario a lo que necesita y/o espera y se le hacen los ojos (por decir algo) chiribitas. “¡Puta vida, tete!”, que dicen algunos.
Finalmente, estimado lector, me gustaría advertirte sobre un tipo gravemente perjudicial para el sangrante músculo del amor. Se trata de ese tipo de persona que es incapaz de quedarse pero tampoco sabe irse para no volver. Es un tipo de amante agazapado que cuando le haces caso omiso o estás feliz con otra persona, reaparece así como por arte de magia. Entonces de repente, comprende lo mucho que te quiere y no se explica cómo ha podido vivir sin ti todo este tiempo en el que tú has estado recuperándote del hachazo que te dio para irse. Como eres idiota lo vuelves a recibir, te lo vuelves a creer y todo va de película hasta que se marca un nuevo Houdini. Digamos que te ha hecho de nuevo el truco pero sin trato. Ojo, que yo no conozco a nadie así, que a mí me lo han contado.

Y llegados a este punto, respetado lector, me voy a despedir que he dicho que eran cuatro cosas.

¡Feliz jueves!

Multitud

Ésta es la carta que nunca enviaré, la llamada que jamás haré y el beso que no te daré.
Seis de la mañana. Suena el teléfono. Al otro lado solloza una voz conocida que suena desconocida, destrozada, agónica, deshecha.
  • Andrea, soy yo. No cuelgues, no cuelgues, por favor. Ha muerto.
No recuerdo contestar, no sé qué hice con el teléfono, ni cómo me vestí, si desayuné, ni si me duché, no tengo idea de haber hecho el trayecto en coche hasta el tanatorio.
Entro en la sala. Esther ejerce de viuda oficial. Nos abrazamos en un abrazo que nos debemos hace un año. Nuestra piel tiene memoria, ella huele a pasado, sus mejillas están mojadas, sonrosadas como de costumbre y, a pesar de las circunstancias, la humedad me hace recordar tiempos mejores, tiempos compartidos a tres.
Detrás de nosotras alguien dice: “Parece que está dormido. ¡Qué buen color, está hasta guapo!”. No tengo paciencia para esas obviedades, me da ganas de reventarle la cabeza al inútil ése que no conoce el maquillaje post mortem, pero en lugar de eso, lo miro a él y nos veo a Esther y a mí reflejadas en el cristal. De nuevo, los tres.
  • Vamos a la cafetería, a saber las horas que llevas sin tomar nada.
Esther obedece como una sonámbula.
Nos pedimos una tila doble. Sus labios se acercan al vaso dejando el rastro de un beso y llora de nuevo.
  • ¿Recuerdas cuando planeábamos salvar el mundo a besos?
  • Yo ya no recuerdo nada, Esther. He llenado la memoria de olvido y tú deberías hacer lo mismo.
  • Pues todo fue idea vuestra, a mí me enredasteis con todas vuestras teorías de pseudointelectuales modernos. Sabes que hubiese hecho lo que fuese por estar con él. No sé cómo pude creerme que no habría celos ni daños colaterales. Al principio todo era perfecto, ¿verdad? Risas, fiestas, parecíamos estudiantes compartiendo piso. Pero yo veía cómo te miraba, había más piel en vuestras caricias, vuestros labios tardaban más en separarse. Yo parecía una infiltrada en aquella cama, una invitada incómoda.
  • Todo está en tu cabeza, te digo que no recuerdo nada. Yo ni siquiera debería estar aquí.
  • Entonces, nada tendría sentido.
Puso su mano sobre la mía y me miró como el hielo. Una certeza se apoderó de mi cabeza, me levanté y dejé las tilas sin pagar. No podía creerlo. Supe que había rechazado que le hicieran la autopsia, mostró un documento del puño y letra de Luis solicitando que saltasen ese trámite si alguna vez sucedía algo, no entiendo a cuento de qué haría tal cosa, era la persona más sana del mundo. Se trataba al parecer de un infarto. Saber que Esther trabajaba en el hospital con libre acceso al laboratorio no me tranquilizaba para nada. Pero, una vez más, cerré los ojos y hui.
Algún día me mato conduciendo. El teléfono no para de recibir llamadas perdidas de Esther. Varios whatsApp. Son “te quieros” que no dejaré ni en visto.
Me repito que está loca. ¡Está loca! Yo no lo estoy menos. Llego a casa buscando nuestras fotos en el portátil, encerradas en el archivo “Multitud”. Abro el correo. ¡Madre mía, 234 mensajes sin leer! Se me para el corazón. Mensaje de Luis:
Querida no, queridísima Andrea:
¿Cuántas veces me has reprochado que sólo sé quererme a mí mismo? Y quizá tuvieses razón. Pero eso era antes. Un año sin ti ha sido suficiente para entender lo que es el amor. Sé que odias las frases hechas, pero algunas no son menos ciertas por eso. Así que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos o hasta que coge la puerta y se pierde ella solita. Supongo que hoy habrás llorado por mí, que te habrás puesto muy fea con la nariz roja y los ojos chiquitos y que estarás pensando que, hasta después de muerto, soy un poco cabrón.
Esther está loca por ti. ¿Sabes que eras tú la única destinataria de sus horribles poemas de doctora? ¿Sabes que tiene una caja de fotos en la que he sido dramáticamente recortado? ¿Sabes que he comprendido que te fuiste por amor, por amor a ambos y que en este triángulo tú eras la única que sabía querer por los tres?
Déjame por una vez que sea yo quien diga la última palabra. Bueno, ya está dicha.
Fue un placer, en el más amplio sentido de la palabra, compartir ese fragmento de vida contigo.
Vía libre, parejita.
Uno que se va.
Siempre vuestro, Luis”.


La llave del tesoro

Todos necesitamos uno. Un amigo al que confiarías la llave del tesoro, un amigo que, en realidad, es el tesoro.
Yo tengo uno así. Anoche, después de quince años, le dije “te quiero” por primera vez. No porque no lo sepamos, no porque hiciese falta, simplemente por el placer de compartir con él tan sagradas palabras. He dicho muchos “te quieros” y he sentido todos y cada uno, pero el de anoche ha dormido conmigo y todavía revolotea dentro de mí. Ha desayunado a mi lado, nos hemos lavado los dientes juntos y se ha sentado conmigo frente al ordenador.
Así que disculpad si hoy os escribo emocionada, perdonad si acaso estas palabras están mojadas. Sabed que con él las lágrimas durarían apenas un par de minutos, conoce trucos que las convierten en carcajadas como por arte de magia. Mi amigo es un alquimista, un renacentista en pleno siglo veintiuno, es humilde y sabedor de sus virtudes, es de carne y hueso, es artista, es grande, es cercano, es certero, es cabal, es un loco encantador de esos que van a por el pan, arreglan un enchufe, destilan poesía o escriben teatro.
No puedo decir que yo haya estado siempre a la altura. Él conoce los motivos y acepta las razones o el sinsentido. Se mantuvo firme como un faro, inamovible como una montaña, cálido como ese abrazo que espera tu regreso, cómplice como esa madre que cuando la lías te recibe con un “¡qué suerte que ya estás en casa!”. Mientras estuve apartada del mundanal ruido, sorda como una tapia ante la fiesta de la vida, nunca faltó su llamada. Su perseverancia me alegra y me sorprende a partes iguales. Sin embargo, y a pesar de que no salen las cuentas, él nunca me ha hecho sentir en deuda.
Simplemente él es así, tiene el don de acordarse de mí cuando está feliz, cuando los planes salen bien, cuando le inundan las buenas noticias o cuando sabe que estoy de aquella manera.
Mi amigo es un valiente. Mi amigo cambió la seguridad y estabilidad de un trabajo perfectamente infeliz por el inquietante y enriquecedor coqueteo con los sueños. Y, porque a veces estas cosas pasan o porque él hace que pasen, resulta que los sueños le están haciendo ojitos a él.
Os hablaría de las noches sin reloj en su taller rodeada por sus cuadros y los de sus alumnos. Ese taller que es una burbuja con vistas a la locura, a la cordura, a tiempos remotos y futuros, un taller que me recuerda que todo es posible, que nada es tan grave, se arregle o no, que estamos vivos y que somos unos privilegiados.

Os hablaría, si me lo permitís, del placer, del enorme privilegio de escucharlo al piano con su última canción, mientras sonríe, fuma o golpea el suelo con un pie marcando el ritmo y recordándome que el suelo sigue ahí y que para poder volar también es necesario tocarlo.
Os contaría de su paciencia infinita cuando le pido otra vez, cada vez que toque la mía, esa que empieza con un “Pierdo la razón”, la que confiesa que “hasta me tiemblan las piernas de miedo cuando te veo andar por el filo de la vida sin mí” y que no me canso de escuchar.
Os hablaría del entusiasmo con que me lee los fragmentos de su última novela (la tercera ya) y de lo afortunada que me siento de asistir a ese alumbramiento prácticamente en directo.
Por no mencionar esas fiestas en su casa de la playa en aquel porche donde nunca falta el serpentín, la comida o el gusto por la vida, donde no se precisa invitación y donde el catálogo humano es más variado que en el metro de Londres.
Por todo esto, por lo que callo, por lo que no sé expresar, por todas las veces que me eriza la piel, me revuelve el alma o resucita mi sonrisa, creo sin duda que todos deberíamos tener un amigo así.


(A mi amigo, el artista Pedro García Jiménez)  

Texto: Santi Jiménez
Obra: Pedro García Jiménez