Ni siquiera podía decir que la sala fuese fría ni el trato desagradable. En la pared de la estancia, un Gerhard Richter la observaba de espaldas. Las manos le sudaban y sentía el cuerpo frío y la cabeza caliente. El corazón galopaba, mientras proyectaba mentalmente lo que deseaba que sucediese ahí dentro.
La diligente enfermera se le acercó sin dejar de sonreír (parecía sincera y le supuso mucha práctica) y la animó a tomarse un café, pues llevaban bastante demora.
Se fue a la cafetería, sonaba Sage Francis. Sabía que no podría probar bocado, pero pidió un café para justificar su asiento.
Sacó su bloc de notas y escribió:
"Todo va a salir bien".
Necesitaba que alguien se lo dijera, pero había decidido ir sola y mantener el secreto, en caso de que fuese necesario.
Tratar de ahorrar el mal ajeno como si esto fuese posible, era su especialidad.
Continuó escribiendo:
"Amapolas a pie de carretera".
"Trenes que no cesan".
"Besos que borran el mundo".
"Una manta en el sofá".
Estaba buscando lugares felices, esas eran imágenes recurrentes a las que solía recurrir en casos de fuerza mayor.
Cerró los ojos y sintió un esquivo beso adolescente y una mano de diez años estrechando la suya. Los reconoció.
Recordó su foto escolar, aquella niña de coletas rubias y gafas de pasta, la de las preguntas infinitas y el eterno resfriado, la que recogía animales y ocultaba poemas, cuentos y dibujos debajo del colchón; la que quería tener ocho hijos.
Sin saber porqué se acordó de la colonia mágica de su madre, la que la ayudaba a dormir. Pensó en aquel perro llamado "Tranquilo", al que cuidaban todos los chicos de la calle y que un día no apareció más, y en los silbatos hechos con hueso de albaricoque. Canturreó para sí la canción del Un, dos, tres, la del Cola Cao, aquella del negrito y la de la familia Telerín, absurdamente y por ese orden.
"Huesos de albaricoque", dijo en voz alta y la impertinente alarma de su móvil le recordó que ya era la hora, sonó igual que cuando la despertaba de un dulce sueño. Se levantó, abandonando intacto y frío su café y se dirigió de nuevo a la consulta.
Allí no escuchó nada de lo que quería oír. Nada salió como deseaba.
Entendió entonces, lo que ya sabía, que la vida no siempre va de lo que uno quiere. Y supo entonces, lo que imaginaba, que cuando ya no puedes más, vas y puedes y que la única opción es siempre la alegría.
Salió sin muchas ceremonias de la consulta y susurró: "Bueno, ya veremos".
Texto: Santi Jiménez
Imagen: Gerhard Richter
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