Las
mentiras más bonitas me las he contado yo. Quizá por eso me
embarqué en un nuevo naufragio sin haberme recuperado del anterior.
El mar no tardó en confirmarme que lo único que nunca se acaba son
las lágrimas y me dejó con las ropas mojadas para siempre.
Y
te encontré a ti, tan náufrago como yo, tan a la deriva, tan
perdido y nos agarramos el uno al otro, despreciando cualquier
salvavidas que acudía a nuestro paso.
Ahora
soy una mujer sin miedo porque soy una mujer muerta. Ambos lo
sabemos. Tú nunca me mentiste, me avisaste de que estabas vacío y
nada me podías ofrecer y te empecé a querer contra todos, contra ti
y en mi contra. Cerré mis ojos y mis oídos y me aferré a tus
actos, desechando tus palabras. Construimos una balsa con nuestras
decepciones. En ocasiones, tú remabas y yo dormía. Otras veces, era
yo quien te veía descansar e intentaba avanzar nuestra embarcación
sin saber que sólo navegabamos en círculos.
La
tormenta amainó, fingidamente, y pusimos nuestras ropas a secar sin
perder de vista esas nubes grises que nos recordaban que la lluvia
estaba hecha para nosotros.
Algunos
días intentabas huir, pero yo no te dejaba. Te amarré a mí con
algas cómplices, con besos agridulces y con un amor infinito que
viajaba en una sola dirección.
A
veces, me ofrecías el olvido, pero yo no podía, no podía olvidar
lo que estaba tan dentro de mí y tú lo estabas ya desde la primera
ola. Olvidarte sería olvidarme de mí misma.
Una
noche te adentraste en la profundidad del mar aprovechando mi sueño.
Lo hiciste sin apenas respirar para no provocar burbujas que
soliviantaran mi sueño. El silencio era ensordecedor, no te oía
respirar y esto provocaba en mí todo tipo de pesadillas. El silencio
puede llegar a doler mucho. Ahora lo sé.
Cuando
desperté el amor todavía estaba allí. Las caracolas aún repetían
tu nombre, ése que nunca me atreví a pronunciar y me mentían que
tú también todo.
Traté
de abandonarme a la deriva, dejé de alimentarme e hidratarme,
pretendí dejarme morir, que el mar me engullera, pero las olas se
obstinaban en devolverme a la orilla. Y fue así que llegué a tierra
firme. Sin haber aprendido nada. Sin saber nada de mí, sin saber
nada de ti, abocada al siguiente naufragio.
Y
todavía hoy, contra todo pronóstico, imagino que te encuentro en
cualquier puerto.
Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Paula Bonet
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