miércoles, 9 de septiembre de 2015

De nuevo el naufragio

Las mentiras más bonitas me las he contado yo. Quizá por eso me embarqué en un nuevo naufragio sin haberme recuperado del anterior. El mar no tardó en confirmarme que lo único que nunca se acaba son las lágrimas y me dejó con las ropas mojadas para siempre.
Y te encontré a ti, tan náufrago como yo, tan a la deriva, tan perdido y nos agarramos el uno al otro, despreciando cualquier salvavidas que acudía a nuestro paso.

Ahora soy una mujer sin miedo porque soy una mujer muerta. Ambos lo sabemos. Tú nunca me mentiste, me avisaste de que estabas vacío y nada me podías ofrecer y te empecé a querer contra todos, contra ti y en mi contra. Cerré mis ojos y mis oídos y me aferré a tus actos, desechando tus palabras. Construimos una balsa con nuestras decepciones. En ocasiones, tú remabas y yo dormía. Otras veces, era yo quien te veía descansar e intentaba avanzar nuestra embarcación sin saber que sólo navegabamos en círculos.
La tormenta amainó, fingidamente, y pusimos nuestras ropas a secar sin perder de vista esas nubes grises que nos recordaban que la lluvia estaba hecha para nosotros.
Algunos días intentabas huir, pero yo no te dejaba. Te amarré a mí con algas cómplices, con besos agridulces y con un amor infinito que viajaba en una sola dirección.
A veces, me ofrecías el olvido, pero yo no podía, no podía olvidar lo que estaba tan dentro de mí y tú lo estabas ya desde la primera ola. Olvidarte sería olvidarme de mí misma.
Una noche te adentraste en la profundidad del mar aprovechando mi sueño. Lo hiciste sin apenas respirar para no provocar burbujas que soliviantaran mi sueño. El silencio era ensordecedor, no te oía respirar y esto provocaba en mí todo tipo de pesadillas. El silencio puede llegar a doler mucho. Ahora lo sé.
Cuando desperté el amor todavía estaba allí. Las caracolas aún repetían tu nombre, ése que nunca me atreví a pronunciar y me mentían que tú también todo.
Traté de abandonarme a la deriva, dejé de alimentarme e hidratarme, pretendí dejarme morir, que el mar me engullera, pero las olas se obstinaban en devolverme a la orilla. Y fue así que llegué a tierra firme. Sin haber aprendido nada. Sin saber nada de mí, sin saber nada de ti, abocada al siguiente naufragio.

Y todavía hoy, contra todo pronóstico, imagino que te encuentro en cualquier puerto. 
Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Paula Bonet

La ternura

El pasado jueves hizo diez años que tu ternura acampa a sus anchas por la casa. Sé que no eres mío y sin embargo, te siento tan dentro aún. Siempre temí que llegara el momento de tu nacimiento, jamás me quejé de tu peso, ni del calor de la recta final de embarazo en pleno agosto, ni de los tobillos hinchados. Me sentía una privilegiada, era dichosa al notar tus movimientos, temía que salieras de aquel paraíso amniótico en el que nadabas, dormías y te alimentabas a placer, dando sentido así a mi vida.
Tanto es así, que cuando aquella noche del veinte de agosto te obstinaste en salir, yo cerraba mis piernas hasta la asfixia. Fue por esto que naciste azul, como un pitufo, como el cielo, como el mar, como tus ojos quizá. Y aún no te he podido soltar. Saliste al mundo pero te quedaste en esta maquinita mía que palpita y hace tic-tac y, como dice la abuela, aún, a día de hoy, no pude cortar el cordón umbilical. Será por eso que no se me ocurre mejor compañero de sueños, que nadie llena el huequito de mi cama como tú.

¡Cuánto amor! ¡Qué miedo! Qué alegría! ¡Qué dolor! ¡Qué placer! ¡Qué orgullo! Cuántos sentimientos alberga mi pecho al mirarte, al saberte en el mundo. Y te veo dormir y contengo el aliento, por miedo a despertarte, por miedo a que no despiertes.
Hay tanta belleza en cada uno de tus actos, son tan sublimes tus pensamientos, tan apasionantes tus planes, tan ambiciosos tus proyectos, que le pido a la vida que te toque siempre con las manos bien limpias, que mire tu corazón y actúe en consecuencia, que recojas siempre lo que siembres (tal es mi confianza) y que recibas en todo momento lo que das.
Y me duele no poder medir el alcance de tus pasos, ni sopesar el terreno que pisas, ni garantizarte que el que la sigue la consigue. Me hiere no poder asegurarte que la vida siempre es justa y que al final, ganan los buenos.
Me angustia saber que nada puedo yo enseñarte, que no puedo tropezar por ti, que tú aprenderás todo por tu propio ensayo-acierto-error, que mis palabras estarán vacías hasta que tu experiencia les confiera solidez.
De nada sirve que te arrope esta noche o que te hidrate suficientemente, ni que te cuide como conviene. De nada o poco sirven mis consejos ni desvelos. Porque tu vida es tuya y habrá sombras que ni siquiera podrá disipar tu luz.
Y también sé, que a veces la mejor enseñanza es cruzarse de brazos y dejarte hacer. Y a la que intento transmitirte algo, tú ya me has dado diez lecciones.
Me alegro y me preocupa que seas tan precoz, tan emocionalmente maduro, tan sensible. Esto te hará disfrutar como nadie, pero también sufrir y yo sólo podré ser una espectadora más y ofrecerte un abrazo y una tirita con dibujitos.

Te quiero, Álvaro.
Texto e imagen: Santi Jiménez

Tú me sostienes

A veces, sostener a alguien te ayuda a no caerte. Ocurrió así entre nosotros, creo.
Ambos teníamos los pies a tres centímetros de ese precipicio llamado vida. Tú estabas perdido y yo no me encontraba por ninguna parte. Me agarré a ti con todas mis fuerzas sin preguntar y tú te dejaste asir sin mediar palabra. Y la vida fue más fácil temporalmente. Llegaron las sonrisas, la luna parecía brillar satisfecha, las noches cobraron vida y el Paraíso se fue acercando a la Tierra.
Temíamos y necesitábamos esa dicha desconocida, quizá por ello, nos forzamos a despedirnos hasta en cinco ocasiones. Aquello no podía ser, no era lo establecido, no era el momento, no era adecuado ni correcto. Cuarenta y ocho horas máximo de incomunicación, de caras largas, de ojos húmedos hasta que uno u otro descolgaba el teléfono y se encontraba con un sí dichoso y un feliz hueco en la agenda. Aquello no era lo que conocíamos, pero era lo que teníamos, lo que necesitábamos, era nuestro.

Así que prometimos no decir nunca adiós, quizá por eso aún no te has marchado aunque ya no estés. Las palabras no pronunciadas corren el riesgo de no existir, de mutar o de hacerse eternas.
Qué insignificante es este “Te echo de menos” para explicar este vacío sin ti. El dolor, sobre todo en noches como ésta, noches sin luna ni estrellas, noches de cama vacía, es tan agudo, tan certero que se torna algo físico. Siento tu ausencia aquí, en mi pecho, se agarra a mí como unas manos desesperadas y me reprocha que nos diera por perdidos sin intentarlo una sexta vez.
La herida sigue abierta, sangrante, mal curada y sin embargo, me hace sentir ciertamente viva, sinceramente idiota.
Todavía me parece que te veo venir, en un rostro ajeno se perfila tu sonrisa de ojos achinados, recibiéndome y recuerdo los besos siempre tímidos de nuestros encuentros, besos en las mejillas, tan absurdos como nosotros.
Y no sabes cuántas veces he escuchado tu voz a mis espaldas, salía de una boca forastera y decía cosas estúpidas como que aún me quieres y he vuelto a sentir ese latido que lleva tu nombre. Te he encontrado en otras formas de caminar, similares a la tuya y he seguido sus pasos en una especie de locura suicida y absurda, porque nunca eras tú.
Hoy, como tantas veces, he subido al coche sin rumbo, necesitaba pensar en ti, soñar contigo. No sabía muy bien a dónde me dirigía, como cuando salíamos a cenar de improviso y tú decías sonriente y confuso: “No sé ni a dónde voy”. Poco importaba, el destino siempre era perfecto, porque el destino eres tú.
Las ruedas se han detenido junto a la gasolinera donde nos besamos por primera vez. Mis lágrimas han brotado con ira y con nostalgia, aferrándose a uno de esos estúpidos porqués que me persiguen.
Y de repente,
tú.
Y de nuevo,
tus labios.
Y otra vez,

la sorpresa del primer beso.
Texto: Santi Jiménez
Imagen: François Sola