Sabía
que estaba muerta, aunque el cadáver caminara y pudiera hablar.
Los
sueños la habían abandonado la primavera anterior y los veía
alejarse de uno en uno calle abajo, confundidos, cabizbajos,
decepcionados, diluyéndose. En realidad, no estaba segura de quién
había soltado la mano a quién, pero tal debate tampoco tenía
sentido ahora que, como decimos, ya estaba muerta; no obstante, ya
había perdonado a la vida por tan prematuro abandono.
La
fallecida podía ir perfectamente a por el pan y hablar incluso con
los vecinos, no dejó ni un solo día de regar sus plantas ni de
poner la lavadora, a pesar de su condición de perfecta difunta.
Desde aquella primavera, su vida le era tan ajena que incluso podía
disfrutar del espectáculo.
Reconocía
que estaba muerta porque ya no escribía. Y no escribía para que las
cosas no sucedieran, para no sentirlas, para no saberlas, para no
recordarlas. Sin embargo, recordaba que lo último que se había
permitido escribir era una carta, enviada a sí misma y mancillada
por las lágrimas. Esa carta le daría fuerzas en caso de que
olvidase su letal condición. Desde ese preciso momento había
decidido callar a su estúpido corazón, a su insensata razón y a su
atolondrada alma y guardarlos para siempre en el cajón de la ropa
interior. Muerto el perro se acabó la rabia: no más tragedias, no
más dramas, no más placeres, no más alegrías.
No
podía negar que, en ocasiones, aunque aliviada se sentía realmente
sola, pero es bien sabido que es ésta una condición inherente a los
no vivos.
Estando
tan muerta como estaba, le resultaba curioso que esa noche la
visitase la tristeza y le trajera a la memoria aquella última noche
en vida. Las ganas de llorar curiosamente se habían instalado de
nuevo en su garganta, cargadas con bastante equipaje como si pensaran
quedarse una larga temporada.
De
verdad, esto se escapaba a toda lógica. Y así supo lo que tenía
que hacer. Había llegado el momento de volver sobre sus palabras.
Se
dirigió a su dormitorio y extrajo la carta que ocultaba bajo llave
en aquel cajón. Se dispuso a leer con mano firme y voz temblorosa.
La
misiva comenzaba con la tinta corrida y así:
“Decir
adiós es de valientes, sobre todo si te despides de lo que te causa
y te quita la vida. Mi vida parecía ya decidida, caminaba sosegada
por raíles sabidos hasta que llegaste tú y la pusiste patas arriba,
acabando con el mundo como lo conocía, con sus garantías, con mis
certezas, mudando el color de las cosas y desordenando sus olores y
sabores, para siempre.
Y
empecé a quererte por los dos. Ya no era feliz si no dormía en tu
boca, si no me abrazabas por la espalda y dibujabas un caminito de
besos desde mi nuca hasta el corazón. Se callaron todas las voces y
tú ocupaste todas las canciones. Por mi parte, yo me dediqué a
quererte en silencio para no despertar tu malparado corazón. Sólo
el silencio respondía a esas dos palabras que ahogué mientras pude
para no importunarte, hasta que brotaron descaradas y urgentes y se
encontraron sin el eco de tu voz.
Ya
no puedo más, ya no aguanto esta sordera. Hoy me bajo de la vida.
Hoy, me muero.”
Imagen: Christian Schloe
Texto: Santi Jiménez
No hay comentarios:
Publicar un comentario