- Mamá, ¿me lo cuentas de nuevo? Y lo quiero exactamente con las mismas palabras.
- Está bien.
Ella
siempre subía al tobogán del revés, llevaba flores en el pelo y
caramelos en un bolsillo. Sí, podría decirse que era una niña muy
preparada.
- ¿Y ahora, mamá? ¿Cómo es ella ahora?
- Ahora, nunca falta carmín en sus labios y lleva apenas cuatro horas de sueño en el bolso. Sonríe quizá menos, pero en sus ojos aún puede adivinarse que, después de todo es feliz.
Cuando
era pequeña jamás permitió que a A le quitaran el bocadillo en el
recreo. Era una niña muy valiente. Eso decían todos.
- Mamá, ¿por qué a él le llamamos siempre A? ¿Es la inicial de Amor, es de Amistad, es acaso de Álvaro?
- Lo hacemos por discreción. Ellos así lo desean.
- ¿Y Ella eres tú?
- Eso no lo sabemos, en la historia nunca se menciona su nombre, tan sólo se dice que la podremos reconocer por un lunar con forma de corazón que tiene en su muslo derecho.
- Como el tuyo...
- Igualito.
- Continúa.
- Cada día escribía una nota para A. Su protegido se había convertido también en su muy mejor amigo, algo así como si fuesen almas gemelas, quizá por eso le llamamos A. Pero sucedió que un buen día las mariposas anidaron en su vientre y se adueñaron de Ella y no volvió a defender los bocadillos de A. Sin embargo, ni un solo día, ni uno solo, dejó de escribir la correspondiente nota para Él. Notas que nunca le entregó. Notas que guardaba cuidadosamente en su corazón y en su bonita caja de galletas.
-
Como
decíamos, Ella se enamoró de alguien que no era A y no volvió a
subir al tobogán por el lado contrario ni a prender flores en su
pelo ni a guardar caramelos en un bolsillo y tampoco, la verdad,
parecía ya una chica tan preparada.
Pasó
el tiempo, llovieron hojas, los rayos de sol cubrieron sus cuerpos y
sus rostros ahora ajenos, la luna se reflejó innumerables noches en
el agua, se descontaron los días y pasaron sus vidas por separado.
Ella
corría de un lado para otro sin parar, siempre con prisas y giraba
como una peonza en una plaza llamada Rutina. En ella se asentaba el
elegante despacho en el que trabajaba sin descanso. Algunos decían
que tal vez no deseaba regresar a su casa, que aquel despacho era su
verdadero hogar, un despacho con una amplia mesa de madera, con mil
papeles caóticamente ordenados, varios bolígrafos, un portátil, la
foto de un tobogán y, en un lugar privilegiado, una bonita caja de
galletas. Cada día aquella caja se abría y se cerraba tras recibir
religiosamente una nueva nota. Así pasaban los días, iguales, hasta
que un miércoles de fin de mes, alguien se sentó detrás de Ella en
el autobús y le susurró: “Recuerda que yo ya te quería cuando
las flores de tu pelo no eran más que semillas”.
- Y al final nací yo y ahora Ella se siente muy feliz, ¿a que sí?
Mamá,
me encantan estas historias que no cuentan nada.
Imagen y texto: Santi Jiménez
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