viernes, 14 de agosto de 2015

Dados trucados



Que no es amor todo lo que reluce, que no fue amor que parecieras brillar en aquella plaza, tan vacía de repente. No es verdad aquello que atravesó mi corazón, ni el nudo que aún no se ha deshecho en mi estómago, ni el que ahoga mi garganta. 

No es amor que demore mis planes por ti, ni que me adapte a tus horarios. 

No es amor que detengas mi tiempo, que se pare mi respiración, que aceleres o paralices mi latido a tu contacto.

No es amor que no pueda concentrarme en nada, que nada me satisfaga, que nada me ocupe, si no estoy contigo. 

No es amor que sea incapaz de pronunciar tu nombre, ni que mire durante horas tu fotografía. No es amor que sólo me encuentre en tus ojos ausentes. No es amor que espere tu mensaje, tu llamada, tu silbido. Que acuda rauda, dichosa, nueva. 

No es amor que me duche en dos minutos por si llamas. 

No es amor que no me atenga a las consecuencias, ni que mi sueño sea que tú no dejes de hacerlo, ni que haya dejado de dormir. 

No es amor que me tiemblen las piernas al verte. No es amor que le sonría a tu recuerdo, que tus palabras me parezcan nunca pronunciadas. 

No es amor que me erice al pensarlo. 

No es amor que nos busque en todas las canciones y te acabe encontrando. 

No es amor que sólo escriba para ti. No es amor que lea ciega tu piel. 

Y no es amor porque no hay un nosotros, porque yo no brillo para ti, porque tu corazón no se inmuta con mi tacto, porque tú no me buscas en cada canción, porque nunca esperas mi llamada, porque la vida no te sabe a mí, porque no abrazas mi recuerdo cuando duermes y despiertas entero sin mí. 

Y sé que es absurdo quererte por los dos, que es de locos soñar con un mañana a medias. Pero no me conformo y reescribo nuestra historia y borro las letras tristes de los poemas, las baño con miel,  con suspiros, las adormezco y añado puntos suspensivos, puntos para la esperanza. E imagino que tú también me quieres, que te da miedo hacerlo, que necesitas sanar viejas heridas y cerrar puertas oxidadas. Y te curo con mis besos tiernos, te recojo en mi abrazo, acaricio tus heridas y las cicatrizo con mis lágrimas balsámicas. Y te arranco un "quizá" o un "tal vez" a regañadientes. Y una ilusión infantil me hace un guiño y se esconde y las cartas me muestran sus ases y los dados se trucan para mí.

Texto: Santi Jiménez
Ilustración: James Jean

Querida Vida mía

Querida Vida mía:
Prométeme que es la primera vez que te vivo, porque si no, lo mío no se explica. Calculo que necesito mínimo ocho vidas más para aprender, como mucho, la primera parte de la primera parte de la primera lección.
A ver, que cada vez me equivoco con más soltura, en esto sí que he alcanzado el nivel experto. Todo lo que sea tropezar, resbalar, caer, volver sobre mis pasos y volver a caer (eso sí, con bastante estilazo) se me da de lujo.
No sé dónde andaba yo cuando el reparto de cerebros, muy probablemente me pilló con las uñitas recién pintadas (como en los mejores rebotes y las principales batallas) y no pude hacerme con un cachito mejor. Respecto al corazón... Buff, yo creo que más me hubiese valido agarrar una lata de alcachofas. ¡Menudo imán de errores, vaya radar de catástrofes!
¿Qué no daría yo por ser una persona madura, independiente, coherente, equilibrada, fría y calculadora?
¿Qué no daría yo por distinguir las batallas que merecen la pena de las que no, por saber canalizar mi energía y destinarla a las empresas correctas?
¿Qué no daría yo por diferenciar los caminos y vías principales de los atajos o los callejones sin salida?
¿Qué no daría yo por elegir la senda recta frente al laberinto?
¿Qué no daría yo por discernir si las personas que encuentro son puente, camino, faro o puerto?
¿Qué no daría yo por saber a qué mano he de aferrarme, de qué carro he de tirar, a cuál subirme y de dónde salir huyendo?
¿Qué no daría yo por saber que son mis propias manos con las que tengo que contar?
¿Qué no daría yo por saber que es preciso caminar antes de correr?
¿Que no daría yo por saber que cualquier destino comienza con un pequeño paso?
¿Qué no daría yo por saber que las vendas más sutiles, las más difíciles de desprender, nos las anudamos cuidadosamente nosotros mismos?
¿Qué no daría yo por saber que no pesan los años, sino las piedras que nos echamos en los bolsillos?
¿Qué no daría yo por saber que el amor es otra cosa, que no es des-vivirse, que no es volverse del revés, que es ser más tú, que es serte más fiel?
¿Qué no daría yo por saber que hay personitas con candado, corazones sin salida e incluso, sin entrada, en el peor de los casos?

Hasta la fecha creo haber comprendido, al menos, que la vida va de reírse y en medio pasan cosas, que no es momento de ser princesa, que es preciso, en ocasiones, ser dragón, que las mentiras más bonitas me las he contado yo, que el daño recibido corría por cuenta propia al 50%, que nadie como uno mismo para cortarse las alas y que el principal culpable de esto que llamas destino, ocupa la primera fila en tu espejo.
O tal vez, querida Vida mía, sea yo como ese pájaro que tiene tan grandes las alas que le impiden volar, que sólo tomando altura, sólo desde una buena perspectiva logrará alzar el vuelo.

Y llegados a este punto, amada Vida mía, no sé si no se te ve el truco porque no hay, si eres pura magia o si, por el contrario, la magia, como el azar, tampoco existe.

Texto: Santi Jiménez
Imagen: Christian Schloe

El mar siempre espera

Recuerdo que amaba hacer el muerto en el mar. Esa sensación del agua fresca en las raíces del cabello. Ese ahogar los festivos gritos playeros sumergiendo los oídos a placer en aquel líquido generoso y cómplice, hacerlos intermitentes si lo deseaba. Esa paz de saberme sola entre la multitud. Tan distinto a hacer el muerto en mi vida posterior. 

Recuerdo que amaba nadar hasta el fondo, persiguiendo ilusamente el horizonte, hasta que el horizonte fuiste tú, más real, más sólido, más asfixiante. Recuerdo las brazadas solitarias, redentoras, anhelantes.Recuerdo llegar a mi fondo y quitarme el traje de baño. Sentir la caricia marina recorriendo cada milímetro, limpiando cada poro, cada huella, cada mancha, cada herida. 

Recuerdo bañarme durante horas en la playa por la mañana y por la tarde, formar parte del elemento, mis labios salados, la piel tostada, el pelo rociado de pequeñas partículas blanquecinas, el olor a vinagre tras las quemaduras, la crema de coco después del sol. 

Recuerdo las noches en el parque, nuestras risas adolescentes, los primeros besos, las lunas de verano, las jóvenes promesas de eternidad.

Recuerdo que podíamos cambiar en el kiosko nuestros tebeos ya leídos por otros. Ojalá pudiera ahora hacer lo mismo con algunos recuerdos.

Recuerdo la novedad de las camisetas que podías estampar con tu nombre, con su nombre, con la foto de tu perro. 

Recuerdo comprar casetes grabadas de mis grupos preferidos sin remordimientos.

Las salidas, las entradas, las idas y venidas, los reencuentros y las despedidas llorosas de final de verano. 

Y recuerdo también que hace años que no me baño. Años que me enemistaste con aquel cuerpo que sólo te conoció a ti,  minando mi autoestima con esas frases repetidas como una cinta de larga duración, vuelta y vuelta. Prohibidos los helados,  antes compartidos, la comida en los altillos, las chuches contadas, racionadas por el dueño y señor de mi corazón y mis actos. Poco a poco tú fuiste el elemento con el que me fusioné.

Texto: Santi Jiménez
Ilustración; Paula Bonet


Un te quiero en el cajón

Sabía que estaba muerta, aunque el cadáver caminara y pudiera hablar.
Los sueños la habían abandonado la primavera anterior y los veía alejarse de uno en uno calle abajo, confundidos, cabizbajos, decepcionados, diluyéndose. En realidad, no estaba segura de quién había soltado la mano a quién, pero tal debate tampoco tenía sentido ahora que, como decimos, ya estaba muerta; no obstante, ya había perdonado a la vida por tan prematuro abandono.
La fallecida podía ir perfectamente a por el pan y hablar incluso con los vecinos, no dejó ni un solo día de regar sus plantas ni de poner la lavadora, a pesar de su condición de perfecta difunta. Desde aquella primavera, su vida le era tan ajena que incluso podía disfrutar del espectáculo.
Reconocía que estaba muerta porque ya no escribía. Y no escribía para que las cosas no sucedieran, para no sentirlas, para no saberlas, para no recordarlas. Sin embargo, recordaba que lo último que se había permitido escribir era una carta, enviada a sí misma y mancillada por las lágrimas. Esa carta le daría fuerzas en caso de que olvidase su letal condición. Desde ese preciso momento había decidido callar a su estúpido corazón, a su insensata razón y a su atolondrada alma y guardarlos para siempre en el cajón de la ropa interior. Muerto el perro se acabó la rabia: no más tragedias, no más dramas, no más placeres, no más alegrías.
No podía negar que, en ocasiones, aunque aliviada se sentía realmente sola, pero es bien sabido que es ésta una condición inherente a los no vivos.
Estando tan muerta como estaba, le resultaba curioso que esa noche la visitase la tristeza y le trajera a la memoria aquella última noche en vida. Las ganas de llorar curiosamente se habían instalado de nuevo en su garganta, cargadas con bastante equipaje como si pensaran quedarse una larga temporada.
De verdad, esto se escapaba a toda lógica. Y así supo lo que tenía que hacer. Había llegado el momento de volver sobre sus palabras.
Se dirigió a su dormitorio y extrajo la carta que ocultaba bajo llave en aquel cajón. Se dispuso a leer con mano firme y voz temblorosa.

La misiva comenzaba con la tinta corrida y así:
Decir adiós es de valientes, sobre todo si te despides de lo que te causa y te quita la vida. Mi vida parecía ya decidida, caminaba sosegada por raíles sabidos hasta que llegaste tú y la pusiste patas arriba, acabando con el mundo como lo conocía, con sus garantías, con mis certezas, mudando el color de las cosas y desordenando sus olores y sabores, para siempre.
Y empecé a quererte por los dos. Ya no era feliz si no dormía en tu boca, si no me abrazabas por la espalda y dibujabas un caminito de besos desde mi nuca hasta el corazón. Se callaron todas las voces y tú ocupaste todas las canciones. Por mi parte, yo me dediqué a quererte en silencio para no despertar tu malparado corazón. Sólo el silencio respondía a esas dos palabras que ahogué mientras pude para no importunarte, hasta que brotaron descaradas y urgentes y se encontraron sin el eco de tu voz.
Ya no puedo más, ya no aguanto esta sordera. Hoy me bajo de la vida. Hoy, me muero.”

Imagen: Christian Schloe
Texto: Santi Jiménez


A

  • Mamá, ¿me lo cuentas de nuevo? Y lo quiero exactamente con las mismas palabras.
  • Está bien.
Ella siempre subía al tobogán del revés, llevaba flores en el pelo y caramelos en un bolsillo. Sí, podría decirse que era una niña muy preparada.
  • ¿Y ahora, mamá? ¿Cómo es ella ahora?
  • Ahora, nunca falta carmín en sus labios y lleva apenas cuatro horas de sueño en el bolso. Sonríe quizá menos, pero en sus ojos aún puede adivinarse que, después de todo es feliz.
Cuando era pequeña jamás permitió que a A le quitaran el bocadillo en el recreo. Era una niña muy valiente. Eso decían todos.
  • Mamá, ¿por qué a él le llamamos siempre A? ¿Es la inicial de Amor, es de Amistad, es acaso de Álvaro?
  • Lo hacemos por discreción. Ellos así lo desean.
  • ¿Y Ella eres tú?
  • Eso no lo sabemos, en la historia nunca se menciona su nombre, tan sólo se dice que la podremos reconocer por un lunar con forma de corazón que tiene en su muslo derecho.
  • Como el tuyo...
  • Igualito.
  • Continúa.
  • Cada día escribía una nota para A. Su protegido se había convertido también en su muy mejor amigo, algo así como si fuesen almas gemelas, quizá por eso le llamamos A. Pero sucedió que un buen día las mariposas anidaron en su vientre y se adueñaron de Ella y no volvió a defender los bocadillos de A. Sin embargo, ni un solo día, ni uno solo, dejó de escribir la correspondiente nota para Él. Notas que nunca le entregó. Notas que guardaba cuidadosamente en su corazón y en su bonita caja de galletas.

Como decíamos, Ella se enamoró de alguien que no era A y no volvió a subir al tobogán por el lado contrario ni a prender flores en su pelo ni a guardar caramelos en un bolsillo y tampoco, la verdad, parecía ya una chica tan preparada.
Pasó el tiempo, llovieron hojas, los rayos de sol cubrieron sus cuerpos y sus rostros ahora ajenos, la luna se reflejó innumerables noches en el agua, se descontaron los días y pasaron sus vidas por separado.
Ella corría de un lado para otro sin parar, siempre con prisas y giraba como una peonza en una plaza llamada Rutina. En ella se asentaba el elegante despacho en el que trabajaba sin descanso. Algunos decían que tal vez no deseaba regresar a su casa, que aquel despacho era su verdadero hogar, un despacho con una amplia mesa de madera, con mil papeles caóticamente ordenados, varios bolígrafos, un portátil, la foto de un tobogán y, en un lugar privilegiado, una bonita caja de galletas. Cada día aquella caja se abría y se cerraba tras recibir religiosamente una nueva nota. Así pasaban los días, iguales, hasta que un miércoles de fin de mes, alguien se sentó detrás de Ella en el autobús y le susurró: “Recuerda que yo ya te quería cuando las flores de tu pelo no eran más que semillas”.
  • Y al final nací yo y ahora Ella se siente muy feliz, ¿a que sí?

Mamá, me encantan estas historias que no cuentan nada.

Imagen y texto: Santi Jiménez

Tu boca


Como buena suicida pongo el corazón en todo lo que hago, por eso hoy no he dudado en seguir al viento en busca de tus palabras, esas palabras que creaste para mí cuando aún éramos nosotros, si es que alguna vez lo fuimos.
Tus palabras parecían todavía prendidas a tu boca en amoroso espejismo, igual que entonces.
Sin dudarlo me enredé de nuevo en tu boca, ese paraíso del que nunca estuve lo suficientemente cerca, lo suficientemente dentro, lo suficientemente saciada. Y he querido jugar con ella como antes, dibujarla con mi dedito como siempre, pero tu boca se ha vuelto hielo inmune, me mira muda, distante, vacía. Ya no quedan besos para mí en ella, nos los robó la Luna. Recuerdo que nos miraba celosa aquellas noches en las que cualquier cosa que rozaba tus labios se volvía beso, en las que no existía más cielo que el de tu boca.
Inútilmente hoy, he buscado aquellos días en los que mi oxígeno era tu aliento y mi  fuente, la lluvia fresca de tu boca, repleta de hierba verde, cuajada de rocío. Te sigo buscando como un lugar donde morir, rendidas las armas, los ojos cerrados, abierto el corazón.  Morir en los placeres de tu boca, sentirla tan hermosa junto a la mía. Cada beso, el primero. Cada beso, anunciando el último.

Sabes que no había más vida que la tuya. Que tú movías los labios, las manos, los hilos, los sueños, el mundo. Que abracé tus sueños, que olvidé los míos, que me olvidé de mí.


Burlaba las horas bebiendo de tu boca,  fuente extraña, besos frescos, efímeros, dulce veneno, aun sabiendo que la buscabas a ella, que te adentrabas en el hueco virgen de mi boca y la llamabas a ella hasta perderte, hasta perdernos.
Quizá por eso no fuimos nada, no fuimos de nadie, ni tan siquiera nuestros. Pertenecíamos acaso a aquella habitación con vistas a la ternura donde esquivamos la soledad y las ausencias con nuestros besos furtivos en vías de extinción.
No habrá un final feliz para este cuento. No volveré a hablar con la boquita llena de amor, porque tú ya no eres tú, porque yo aún soy yo y porque nadie, ni siquiera nosotros, nos creímos.

Imagen y texto: Santi Jiménez