Me
gusta imaginarlos de jóvenes y saber que siguen siendo dos a través
del tiempo.
Ella:
inteligente, ingeniosa, alegre, con alguna carga demasiado dura para
su edad, moderna de lecturas y de ideas, de práctica, lo que de ella
se espera y más y la risa, su risa, como arma y remedio, como
respuesta habitual. Madre hoy de tres hijas, como tres hijas tuvo su
madre, una madre con dos mundos, con dos realidades, con dos estados
anímicos, con mucho amor, mucha lucha, mucho dolor, mucha alegría.
Él:
muy apuesto, representa un galán y presume aún hoy de entrar
perfectamente en su traje de novio, con ganas de comerse el mundo, de
agradar, amante del arte del buen hablar y las buenas maneras. Criado
en una escuela de monjas, recuerda con gusto su origen humilde,
trepando a los árboles, compartiendo infancia con un hermano de
leche. Es un ser carente de apetito, amante de la tortillita pasadita
y el chocolate con magdalenas. Posee fuertes convicciones que su
novia, su mujer, no dudará en cuestionar con fina ironía, vamos,
hablar por hablar.
Mi
tía me ha pedido que escriba para él. Para documentarme me trae una
libreta con gusanillo metálico y tapas de cartón marrón chocolate,
tamaño cuartilla, en cuya portada reza: “Papel superior”, papel
amarillento hoy tras 53 años pasando página.
La
ternura se ha encarnado en esta libreta. Ambos escriben en ella sus
impresiones desde el momento de la boda, la lista de regalos, el
viaje de novios, la primera hija, talla y peso de la pequeña, los
primeros moquitos de ésta, las primeras visitas al pediatra. Algo me
dice que la libreta cayó en manos de la primogénita porque cuenta
con algún garabato y alguna mancha de humedad que ha corrido la
tinta.
El
cuaderno es cálido y palpita a su contacto. Tiene dos comienzos:
ella escribe en el inicio de sus páginas. Él lo hace desde la
contraportada en dirección al principio. Ambos, como en la vida,
parecen tomar direcciones opuestas que les llevan al encuentro.
Ella
comienza directamente con estas palabras: “Día 12 de septiembre
1962. Por la mañana a las 11 me convertí en la señora de
Olmos”.Apunta detalles pragmáticos y culinarios, se recrea de
cuando en cuando en la palabra “marido” y detalla
pormenorizadamente qué comieron y bebieron en Alicante, primer
destino o cómo entraron “un ratico en una iglesia”, cómo se
lavó y cortó el pelo “en una peluquería por 50 pesetas”.
(Después sabré por él que salió disgustada porque no le hicieron
lo que esperaba y sobre todo ¡por las 50 pesetas!).
Por
fin embarcan rumbo a Palma de Mallorca y ella sin renunciar a contar
cada café o bocadillo de jamón que se han llevado a la boca, se
deleita con las puestas de sol en la cubierta del barco. Adoro que
pusieran un telegrama y enviaran dos postales a la familia. Llegan al
hotel y a ella le gusta todo, todo lo que ve, todo lo que le sirven
para comer y él apenas prueba bocado, no hay problema, ella se come
su parte: “Pepe sigue sin querer comer, yo sigo comiendo”.
Observan maravillados que casi nadie habla en castellano, sospechan
que puede tratarse de mallorquín. Alucina con el hecho de alojarse
en un cuarto piso y de que dispusieran tantos cubiertos en el
comedor.
Les
gusta ir al cine, durante el viaje de novios van más de una vez:
“Mujeres culpables”, “El sindicato del crimen”, “Operación
pacífico”. Los imagino entrelazando sus manos y besándose
despacito, castamente.
No
podía faltar la excursión a Manacor a una exposición de collares,
broches, pulseras y la amistad con el matrimonio holandés vecino en
el restaurante. Mi tío, como de costumbre, les pagó la consumición
y ellos, en respuesta, obsequiaron a mi tía con “un collar blanco
muy bonito con la marca de Manacor”.
Al
finalizar el día, cada día, ambos escriben en el cuaderno, sin leer
al otro.
Así,
mi tío, comienza de manera bien diferente, con una cita: “La
limpieza, la ortografía y la redacción, no debe impedir la clara
comprensión de lo vivido realmente”.
Él
se recrea en detalles de la ceremonia que ella solventó en una
línea. Se deleita con la marcha que sonaba, el párroco que oficiaba
la misa, de qué brazo llegaban cada uno, las firmas en la sacristía,
las fotos en casa del fotógrafo, el calor de los focos en su
dirección. Los detalles culinarios los resume con un “comimos
opíparamente”, hablando de su “insaciable apetito” y claro,
conociéndolo me tengo que reír. Él cuida el texto, le gusta
embellecerlo, adornarlo con metáforas. Escribe gustándose, escribe
quizá para ella.
Y
así, gracias a ellos, hoy puedo responder a la pregunta de mi hijo
con un emocionado sí.
“Mamá,
¿puede el amor ser eterno?”.
Texto y fotografías: Santi Jiménez
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