viernes, 22 de mayo de 2015

El disfraz


Ella: uno setenta y dos, labios rojos, suaves y sensuales; melena suelta, de seda envolvente; paso firme, tacones de palmo, de ésos que resuenan en los corazones y en los espejos y te hacen volver la mirada.

Ojos intensos que no te permiten adivinar su color, que miran dentro y más allá, que te esquivan para que los busques, sin buscarlo.

Resuelta, asertiva, fuerte, firme. Ilumina espacios, eclipsa bombillas de bajo consumo. Sorprende, es atenta y decidida. Sólo se la juega si tiene la carta ganadora y sin embargo, parece capaz de arriesgarlo todo, cualquier cosa, por cualquiera.

La llaman por su nombre en los bancos y en los bares. Mide las distancias como nadie, las acorta certeramente a su capricho. Se sabe deseada sin desearlo. Conoce y entiende sin pretender aparentarlo.

No sabe de clichés ni de miedos. No duda, dispara sin balas y siempre guarda una en la recámara.

No da ejemplo, lo regala, lo es. Nunca aconseja, nunca lo pide.

Te atrapa, te hipnotiza, te engancha, es la peor de las drogas, el más rico manjar, la panacea, el oasis, es eso de lo que siempre quieres más, esos cinco minutitos tras el despertador.

Es un abrazo a tiempo, un beso con la boca llena de amor, un susurro inesperado, deseado, soñado, un mordisco en el cuello. Es la mano que sostiene tu hombro. Es un viaje a París, un paseo en góndola, un beso bajo el muérdago, en la duodécima campanada. Es una cerveza fresca y una tapa en la plaza o un cóctel elegante y distendido.


Pero cuando regresa a casa, se desploma quizá, los ojos húmedos y cansados y el disfraz sin doblar a los pies de la cama, que se lo tiene que poner mañana, otra vez.

Y me pregunto si acaso la conoces, si sabes de sus noches de insomnio, de su diario secreto, bajo llave, de sus dolores remotos, de sus cicatrices, de las puertas y ventanas que se cierra, de las que deja de abrir, de las que le cerraron, de las que se le cerrarán. Me pregunto si sabes que no tiene a quién contárselo, que no tiene si quiera las palabras para hacerlo, que le faltan las fuerzas, que carece de pulso. Desconoces tal vez, que llegó tarde a clase, que la vida es una maestra exigente, violenta, que le enseña la letra con sangre, con su propia sangre. Y que ella olvida lo que aprende, que pierde lo que gana y gana cuando pierde.

No la envidies, no la juzgues, no la temas, disfrútala tú, que ella no puede.


Texto e imagen: Santi Jiménez.

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