No
tengo manos, no tengo pies, no tengo boca, ni ojos, ni palabras. Toco
fondo y no hago pie. Hay un cielo y yo, sin alas.
Y
cómo te digo adiós sin esa boca que era mía y tú guardabas, cómo
sin las palabras que tenías secuestradas. Cómo camino ahora si me
escondías los zapatos, si intentaba nadar y me guardabas la ropa, si
sin manos me agarrabas por el pelo y lo trenzabas a la pata de la
cama.
Te
has ido y permaneces. Somos uno y uno, ahora, pero no me salen las
cuentas, te has quedado con mi parte, me has robado los pares y los
nones, te los he entregado sin resistencia. Yo no soy nada, no soy
nadie, no me tengo y no te tengo. Y así las cosas, los guardianes no
descansan, los dueños no apartan el ojo de su caballo, los amos no
se jubilan, el agricultor no abandona su cosecha y el desasosiego no
cede ante la paz.
Me
hiciste, me hice a imagen y semejanza de tu inseguridad, fui el
camaleón de tus colores, fui la horma de tu zapato cotidiano, un
buen lugar donde pisar, tu descanso desasosegado, tu refugio molesto
y ansiado, que me exiliaba de mí.
Es
lo que pasa cuando vives en un orden enajenado y preciso, bajo la ley
del más débil disfrazado de fuerte, a la fuerza, del que se alza
sobre ti para ver mejor, del que alcanza altura enterrándote.
Se
borraron las fronteras, las delgadas líneas se hicieron más
delgadas sin separar apenas el bien del mal. Sólo tu orden, acatado,
asumido y aplaudido por mí, sin rechistar.
Soy
culpable y responsable, siempre lo era y aún lo soy.
Vacía
de todo lo demás, me lleno y te lleno de disculpas, de atenuantes,
te justifico, nos justifico, te comprendo y no me entiendo; te quiero
y te acepto y con ello, me dejo de comprender, de querer y de aceptar
y con ello, queda un yo sin mí.
Pero
aún así, tocan a despedida y te digo adiós a dosis bajas, a gotas
finas e irregulares sobre nuestro tejado, sobre nuestro techo, sobre
nuestro cielo sin estrellas fugaces, sin deseos.
Hoy
digo adiós a los “te quiero” blandos, a los “te amo”
deshechos. Hoy digo adiós a los lobitos buenos, a los corderos
degollados con piel de lobo de temporada, y viceversa.
Hoy,
apenas sin voz, digo adiós a tu ropa en la silla, a tus zapatos
debajo de la cama, a tu cuerpo sobre el colchón y tus potingues en
el aseo. Hoy me despido con pena y sin gloria de las primeras veces,
de las canciones, de las fechas, de las listas de la compra
compartidas. Me despido también de los reproches, de los gritos, de
las disculpas. Me deshago de los “ya no más”, “ya sabes cómo
soy”, “sabes que te quiero”, de los “te lo tengo dicho”, de
los “vas a tu bola”, “no pones atención”. Adiós a los “eres
lo mejor y lo peor”, a los “ya ves cómo me pones”, “lo que
me haces decir”, adiós a los “parece que te gusta oírme”, a
los “si no me pongo así, no te enteras”. Adiós a los paraísos
de cartón, a las montañas de arena, a las gotas que colman el vaso.
No
quiero agarrarme a un clavo ardiendo, a la seguridad de la muerte
asumida, de la renuncia en pro de “la paz”. Hoy me enfrento y de
frente, doy la espalda a todo aquello, aunque aún camine a mi lado,
aunque aún pese más que nuestra propia sombra.
Digo
adiós porque las mariposas emigraron asustadas, porque las flores no
germinan, porque es tiempo de sequía y es hora de volar en
solitario, de buscar plumas nuevas y colocarlas amorosamente sobre la
espalda.
Digo
adiós con la boca pequeña y te llamo y te busco con el resto. No
sabemos de despedidas, aunque hace siglos que no nos tenemos.
Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Paula Bonet
No hay comentarios:
Publicar un comentario