Quizá
fuera aquella la cita más importante de su vida. Se habían agotado
todos los plazos, todas las excusas. Ya no le quedaba otra, lo sabía,
lo cual no hacía más que acrecentar sus nervios, nervios que
llevaban una buena temporada instalados en su estómago.
No
sabía qué ponerse para la gran ocasión, nada le parecía adecuado.
Se recogió el pelo de mil formas diferentes, cambió su pañuelo
otras tantas veces, se probó varios sombreros y camisas. ¿Falda o
pantalón? Cogió las gafas de sol a pesar de la lluvia y las
devolvió de nuevo a su lugar.
La
verdad ya no recordaba en qué punto exacto se alejaron, cuándo
dejaron de verse, de entenderse, de tomarse en cuenta. Lo que sí
sabía es que se habían convertido en perfectas desconocidas. ¿Y si
no se gustaban? ¿Y si era demasiado tarde para retomarlo? ¿Y si la
distancia era infranqueable? ¿Y si no había retorno? A pesar de sus
dudas, sentía en alguna parte un brillo de esperanza, un pequeño
aliento casi imperceptible por los golpes de la lluvia en el tejado.
Reconocía
su responsabilidad, se sabía parte activa de aquella ruptura por más
que apelase a las circunstancias, los sucesos, el prójimo...
Entendía que ella y sólo ella había ido tomando cada decisión,
cada indecisión.
Entonces
comprendió que debía presentarse sin adornos, sin aderezos, sin
corazas, sin máscaras, que ni tan siquiera la ropa debía cubrir su
cuerpo, nada debía retener su cabello. Se descalzó, se despojó del
último vestido que se había probado, se quitó cuidadosamente la
ropa interior, retiró el maquillaje de su rostro y se metió bajo el
chorro de agua caliente. Debía eliminar cada huella, cada rastro,
cada tatuaje, la mano del tiempo, las capas de pintura, de impostura,
las heridas, las manchas. Era la hora de la limpieza, de la desnudez.
Había
que olvidar las renuncias y sus causas. Sintió que no estaba
preparada por eso supo que era el momento.
Lloró
y rió y volvió a llorar.
Cuando
se hubo calmado salió de la ducha, ni siquiera se secó, no escurrió
su cabello ni retiró el exceso de agua de sus oídos. Por algún
motivo recordó su canción de cuna, sus cascabeles. Caminó despacio
hasta el espejo y se deshizo del vaho para asistir a su cita.
Se
miraron, eran perfectas extrañas, gemelas idénticas separadas en
algún momento después de nacer. Se acercaron hasta tocar sus
narices, frías como el cristal. Se clavaron las pupilas grises en
las pupilas. Trataron de sonreírse pero fue imposible. Sus labios se
rozaron en frío reconocimiento, pero no surgió el beso. Se sentían
mareadas por la proximidad de sus miradas, experimentaron una suerte
de vértigo y se alejaron con cierta prudencia la una de la otra, lo
justo para verse de cuerpo entero.
Y
brotaron las palabras sin eco, a un tiempo:
"¿Quién
eres tú?
¿Cuándo
te perdí?
¿Quieres,
puedes volver?
He
sido otras, perdóname, ven.”
No
se respondieron, simplemente atravesaron el espejo.
Texto y óleo de Santi Jiménez
No hay comentarios:
Publicar un comentario