¿Dónde
está el límite? ¿Quién lo marca? ¿Es lícita en algún caso la
imposición? ¿Cuándo pasa un consejo a ser otra cosa? ¿Cómo sabes
qué está bien? ¿Deja pistas la razón? ¿En qué momento deja de
ser sano caminar juntos? ¿Cómo de estrecho debe de ser el camino?
¿Quién decide el rumbo? ¿Existe el equilibrio? ¿Es lo deseable?
¿Será siempre así?
Me
pregunta estas y otras cosas y no tengo respuesta alguna, no tengo
siquiera el valor de ofrecérsela. Desconozco incluso la conveniencia
de hacerlo. Yo no estoy en su cabeza ni en su corazón y quizá,
aunque lo estuviera, seguiría sin saber qué, cómo y cuándo
hacerlo.
Me
cuenta todas estas cosas sin lágrimas en los ojos, con una
desesperanza y tristeza infinitas, bajo la anestesia de no sé qué
pastillas para no soñar.
Se
reconoce un desastre, un despiste con patas, una mesa coja, sin
motivación y sin ganas para según que cosas. Cosas que,
curiosamente, son prioridad para él. Y quizá, esto no lo tiene ella
claro, lo sean para cualquiera.
Insiste
en que él es buena persona y que, sin duda, quiere lo mejor para la
familia, pero que es su “lo mejor”, el de él y cómo y cuándo
él lo considera oportuno. Ella no lo puede ver con tanta claridad.
Comprende que son bien distintos, tanto como sus intereses o
inquietudes. Eso sí, sabe que el fin último de ambos es el
bienestar familiar, pero se sienten muy lejos de tenerlo y muy lejos
entre sí. Me dice que no sabe cómo acertar, que siempre está
confusa, que sólo quiere que las cosas funcionen y que los niños
sean felices, que no quiere decepcionarlo todo el tiempo, sentir que
hace todo mal, y probablemente, hacerlo. Que no la ayuda, desde
luego, oír constantemente que es la causa de la infelicidad del
otro, ni responsabilizarlo a él de la suya propia. Se siente a
trescientos kilómetros del mundo, de sí misma y de él. Sólo el
apego a los hijos y su promesa la sostiene.
Percibe
que hace ya tiempo que las palabras se visten de reproches, que ya no
les caben las risas, nada sabe hacer como a él le gusta, nunca y él
considera que lo hace adrede. Se siente como si la hubiesen sacado a
la pista a hacer malabares sin instrucción. No sabe en qué momento
o con qué causa se enfadará. Él le dice que a estas alturas ya
debería anticiparlo, pero ella ciertamente está perdida. Le da la
sensación de que maneja vajilla delicada por una cuerda floja, sin
ojos, sin manos, sin fe y siempre, siempre, se le cae alguna pieza
clave.
Claro
que lo quiere, claro que él la quiere, claro que quiere ser feliz y
que lo sean.
Necesita
a sus hijos felices, no quiere sentir que les falla a ellos ni a él.
Él se siente desmerecido y perjudicado por los sentimientos y la
conducta de ella hacia los otros, hacia los pequeños. Siempre
blanda, floja, protectora. Le repite constantemente el daño que así
les hace. Ella sabe que no hace lo correcto, pero la puede el amor
desbordado, el instinto, la sinrazón de ofrecerles felicidad
inmediata. Por eso le duelen y le duele que él los haga llorar. Le
duele que oigan hablar así de su madre, le duele que la vean a ella
contestar, defenderse, defenderlos y quizá sin una amenaza real. Tal
vez él tenga más razón de lo que ella considera y eso sea educar.
Ella
ya no sabe nada, nada de nada y quiere que yo le dé respuestas. Y yo
no sé si existen, yo no sé si eso es amor o acaso se le parece.
Texto e imagen: Santi Jiménez.
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