Era
un árbol con las raíces hacia el cielo y las esperanzas por las
nubes. Aquel árbol siempre estuvo atento a nosotros. Fue cuna,
cobijo y trampa. En aquel Árbol de la Sabiduría aprendí, me
enseñaste, nos enseñó los placeres del bien y del mal, lo poco que
sé del amor sin ti y lo mucho de la felicidad contigo. Ese árbol
nos enseñó a brotar esperanzas y a tragárnoslas. En sus ramas
anidaban como plumas las dudas y las respuestas, coquetas e
inalcanzables.
He
vuelto mil veces junto a su tronco a buscarnos, caminando sigilosa
con la ilusión inquieta de que aún estuviésemos allí, siendo
niños, intercambiando secretos, tebeos y sueños, como hojas del
aire, del sol, del agua y de la savia.
Recuerdo
que cada verano yo trenzaba mi pelo a un lado para aliviar el calor y
tú me pedías que dibujase aquel árbol en tu hombro izquierdo, a
veces con tinta, a veces con barro a veces sólo con el dedo. Aquella
imagen amada se posaba en tu piel brillante por el sudor, los juegos
y la vida. Repetíamos aquellos trazos casi como un mantra, los
dibujábamos con los ojos cerrados, con la mano izquierda o la
derecha, sobre la tierra, sobre los cuadernos, sobre las cartas de
invierno y sobre los recuerdos.
Y
recuerdo que éramos dos náufragos, dos fugitivos o dos piratas. Y
tú me asegurabas que cuidarías de mí, que si lo deseábamos,
podíamos vivir siempre allí, que nos vestiríamos con la piel de
los animales, que comeríamos de la caza y la pesca, de los frutos
del árbol, que no necesitábamos nada ni a nadie. Lucías tan
orgulloso y satisfecho como si fuese verdad y yo te creía como no he
creído nunca a nadie jamás.
Los
veranos se iban sucediendo. Y cada año, un anillo más en aquel
tronco y un nuevo repaso a nuestros nombres en su corteza. Y cada
año, las ganas renovadas de encontrarnos bajo su amparo, de
contarnos los fríos del invierno y apagarlos.
Pasó
como pasa el tiempo, sin detenerse y llegaron las hormonas, los
pechos, la barba incipiente, los cuerpos nuevos recibidos en un
paraíso viejo. Y así, yo trenzaba mi pelo desnuda y tú besabas mi
cuello indefenso y enredábamos nuestros troncos bajo el tronco y nos
olvidábamos de las cuentas y los cuentos. Y así renovamos los
motivos y los juegos bajo el mismo punto de encuentro.
Pero
las hojas a veces se caen, a veces se las lleva el viento y así fue
que llegó un verano de hojas impares y por primera vez, me quedé
sola, una sola sombra proyectada sobre el suelo. Colgada de una rama
el alma triste como una niña sin cuento. Supe de ti por el viento.
Erasmus, el trabajo y otros sinsentidos que mudan la vida hicieron el
resto. Y nunca más se supo.
Pero
fíjate que hoy me he vuelto a acordar de ti, de nuestros juegos y
nuestras promesas, de aquel paraíso querido y huérfano.
Hoy
que hace un día de campo perfecto, me he acercado a nuestro árbol,
como quien va a visitar a un enfermo y allí bajo su sombra hay un
hombre, lleva tan solo un pantalón ancho y los pies descalzos. Ha
debido quitarse la camisa por el calor. Hace malabares y ríe bajo la
atenta mirada de una mujer. La mujer lleva el pelo trenzado y la
felicidad prendida.
El
hombre se ha girado en una ágil cabriola quedando de espaldas a mí,
mostrando el beso de un árbol tatuado en su hombro izquierdo.
Se
me han acelerado paso y corazón, han llegado mil mariposas
pretéritas y me he alejado de una mano ajena, ajena a la tuya que,
condescendiente, me ha devuelto tu tacto, como nuevo.
Texto: Santi Jiménez
Obra: Álvaro Ruiz Núñez.
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