El
otro día asistí a una “espectacular” representación tipo
performance a las afueras de nuestro querido Teatro Romea. Como lo
oís: fuera del recinto, concretamente en Palco41 (si te van a dar la
brasa, mejor que sea allí). Como soy una gran amiga e incapaz de
despreciar una buena comida, acudí rauda y veloz a la desesperada
llamada de esta entrañable amiga sobre la cual, dada la naturaleza
de tan delicada situación, mantendré el anonimato. Era una llamada
de carácter urgente, se apreciaba tanto en lo que decía como en lo
que callaba, que yo para esas cosas soy muy cuca.
Me
la veo venir perfectamente disfrazada de “Doña Incógnita”: con
sus gafitas de sol, su gabardina y su pañuelito en la cabeza- Me
fijo un poquito mejor y, efectivamente, también lleva guantes. ¡Que
el Señor nos pille confesados! Ya me veo atracando un banco o
deshaciéndome de un cadáver, menos mal que no fue así, que esas
cosas me dan la risa. Simplemente “había quedado secretamente con
su amante imaginario” y afortunadamente, “el elegido-a” para
representar semejante farsa era una servidora.
Después
de poner nuestras glándulas salivares a prueba leyendo la carta del
restaurante, entramos en materia. No me preguntéis qué extraño
mecanismo en su cabecita la había llevado a la conclusión de que la
mejor manera de reflotar su relación no era otra que fingir un
pequeño desliz. Se lamenta compungida de que su maridito ya no le
hace tanto caso como antes, que apenas la piropea, que no pasean de
la mano y que su nivel de romanticismo está bajo mínimos. Según
ella, esto se debe a que la tiene demasiado segura. Así que, ni
corta ni perezosa, ha decidido engañar a su marido fingiendo un
simpático affaire y anda “despistándose” para dejarle pistas de
su pseudo-infidelidad. (Va a ser cosa del riego, los cuarenta o quizá
que a ella le daban un solo petit- suisse).
Para
muestra un botón: me ha traído copia de la carta que ha dejado sin
querer queriendo en su mesilla, vaya que la descubra su anodino
esposo. (Lo sé, la pobre está fatal, pero se la tiene que querer).
Presa
ante mi presa ibérica y enjugando sus lágrimas en vinito de la
tierra, cual Dama sin su Vagabundo, me va leyendo la epístola
apasionadamente, poniendo toda la carne en el asador:
“Y
de repente vuelvo a ser una adolescente, vuelvo a sentir en el
estómago cosas diferentes a la preocupación, el hambre o las
agujetas. Acabo y empiezo el día contigo, aunque no estés. Y abro
los ojos por la mañana y te pienso y te veo en tu ausencia. Y pongo
el pie izquierdo en el suelo y luego el derecho y sigues ahí
latiendo en mi cerebro, en mi pecho, en mi vientre e incluso más
abajo. Y entonces, ya nunca más estoy sola, me invade la ilusión,
el remordimiento, la incertidumbre, la sensación de ridículo, de
error. Y me vuelvo insaciable en lo que a ti respecta. Y reconstruyo
mil escenas en mi mente que siempre protagonizas tú. Pensarte,
desearte es una constante. Mi vida parece la misma, pero en su
esencia, ya no es lo que era, ahora es toda tuya, inapropiada e
inevitablemente tuya. Sé que no debería escribirte, me siento tan
ridícula y culpable, pero echo tanto de menos tus besos frescos,
ardientes. Me paso el día haciendo malabares para que este
desasosiego no se me note. Me has dado la vuelta como un calcetín,
tengo ganas de hacerlo todo y si es desde tu regazo mejor. Y cada
noche rezo por soñar contigo. Ya ves, por soñar cosas malas, ¡qué
contradicción!
Casi,
casi tuya, X.”
- Nena, nena, nena, ¡tú estás fatal! Pero bueno, ¿puede saberse quién te ha inspirado semejante pastel?
Mi
amiga me mira muy digna y, francamente ofendida, exclama:
-
¡Mi marido, quién si no!
Imagen: collage sobre obras de Roy Lichtenstein.
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