¿Qué
harías si te dijeran que vas a morir?
Lo
sé, un poquito de mal rollo sí que da, pero hazme caso, no está de
más que nos lo planteemos. ¿Cómo te lo diría yo? A ver, tengo dos
noticias: una buena y una mala. Venga, va, primero la mala: ¡Vamos a
morir todos! ¿Sorprendente, verdad? Pero, y ahora viene la buena:
¡Todavía estamos vivos! Así que ¿qué hacemos viviendo de
refilón, casi pidiendo permiso? ¿De verdad vas a dejar para mañana
lo que puedes hacer hoy? ¿Vas a demorar los besos, los abrazos, las
caricias, las palabras, las aventuras...? Ya mismo estás haciendo
una lista con todas esas cositas que deseas hacer sí o sí.
En
serio, sé de lo que hablo. Yo he elaborado la mía propia, la he
bautizado “#Nomemueroyo” (he usado un hashtag porque soy muy
moderna, pero tú la puedes llamar como quieras) y no creas
que la he guardado en un cajón, para nada, esta misma semana he
empezado a tachar alguna que otra casilla.
El
primer #Nomemueroyo que ha caído, decía así:
“#Nomemueroyo sin subirme a la barra de un bar y gritar que invita la casa”. Algún día tenía que hacerlo y lo hice el viernes pasado en un local de la plaza de Las Flores. La verdad es que mereció la pena. Hay que ver cómo me jalearon, lo contentos que se pusieron todos. Bueno miento, todos no. Algo me dice que al dueño, no le sentó tan bien. Llámame suspicaz pero le vi un brillito de reproche en la mirada mientras me ponía de patitas en la calle. De nada sirvió que le explicase que era todo parte de un plan, que tenía una lista que cumplir, que estaba huyendo de la madurez, que me dolía a mí más que a él... Ni caso me hizo.
Yo, lejos de desanimarme, al día siguiente me lancé a por otro #Nomemueroyo.
“#Nomemueroyo sin subirme a la barra de un bar y gritar que invita la casa”. Algún día tenía que hacerlo y lo hice el viernes pasado en un local de la plaza de Las Flores. La verdad es que mereció la pena. Hay que ver cómo me jalearon, lo contentos que se pusieron todos. Bueno miento, todos no. Algo me dice que al dueño, no le sentó tan bien. Llámame suspicaz pero le vi un brillito de reproche en la mirada mientras me ponía de patitas en la calle. De nada sirvió que le explicase que era todo parte de un plan, que tenía una lista que cumplir, que estaba huyendo de la madurez, que me dolía a mí más que a él... Ni caso me hizo.
Yo, lejos de desanimarme, al día siguiente me lancé a por otro #Nomemueroyo.
Éste
rezaba como sigue: “#Nomemueroyo sin ir a la boutique más megapija
y decirle a la dependienta que soy Pretty Woman y que me haga la
pelota como si no hubiese un mañana”. Dicho y hecho, le eché un
par de ovarios, me puse la banda sonora de la peli a tope en el coche
y cuando ya me había metido en la piel de la mismísima Julia
Roberts, me presenté en la tienda más glamurosa de la calle
Jabonerías. Adopté mi pose de diva divinosa y entré en aquel
templo de la moda con paso firme y triunfal. La verdad es que me
desinflé un poquito cuando aprecié la mirada de desaprobación de
la dependienta que repasaba mi vestuario como si estuviese
contemplando la mismísima reencarnación del mal(gusto) . Mas no me
dejé intimidar y le solté la frase con soltura.
¿Sabes
en las pelis de vaqueros, cuando hay un duelo y se ven todos los
pasos a cámara lenta: el cruce de miradas, las manos a ambos lados
de las cartucheras, el dedito en el gatillo, la bola rodante, etc.?
Pues igual, pero en Murcia. La tipa me miró, miró a su compañera,
en otro plano me volvió a mirar a mí. La cámara la enfocó y
nuevamente dirigió una furtiva mirada a su compañera; yo diría que
incluso entornó los ojitos así, a lo Clint Eastwood. Después, posó
sus ojos en mis caderas, se detuvo en mis cartucheras (recordad que
estábamos en el Oeste) y escupió: “Sólo tenemos hasta la talla
34, que ri da”.
Ciertamente,
noté que la cara me ardía un poquitín, giré sobre mis tacones
baratos y me salí calentita. Eso sí, sin desfallecer, tocada pero
no hundida y repitiéndome que la próxima vez tendría más suerte.
Tan
convincente resulté que al día siguiente, domingo, me lancé a por
el tercer #Nomemueroyo. Decía así: “#Nomemueroyo sin decir en una
boda, que sí, que me opongo a que la parejita se una en santo
matrimonio”.
Así
que ni corta ni perezosa, me puse el traje de las bodas (sí, yo
repito modelito y creo que la Pantoja, con perdón, ahora también) y
me colé en una al azar. Antes tuve la feliz idea de ponerme un cojín
en la barriguita... (Un inciso: ¿los que lloráis en las bodas sois
solteros o casados? Bueno, no importa). El caso es que me tragué
casi toda la ceremonia hasta que llegó mi minuto de gloria. Estaba
un poquito nerviosa, lo confieso. Pero ya no había vuelta atrás y
cuando el sacerdote que oficiaba hizo la temida pregunta, opté por
no callar para siempre y grité:
“¡Sí, nos oponemos yo, el Jonathan, la Jessi y lo que viene en camino, Paco!”- Puse los artículos delante para darle más dramatismo y veracidad.
“¡Sí, nos oponemos yo, el Jonathan, la Jessi y lo que viene en camino, Paco!”- Puse los artículos delante para darle más dramatismo y veracidad.
Casualmente,
el novio se llamaba Paco, ¡qué puntería!, ¿verdad? Después, todo
fue muy rápido: la novia le lanzó un rodillazo con muy mala baba al
novio tal que ahí, un joven de la primera fila se puso a aplaudir y
se abalanzó sobre la afortunada novia. Se besaron (el espontáneo de
la primera fila y la novia). La exfutura suegra se desmayó y a mí
me cayó un bolsazo por mi izquierda que me dejó de recuerdo tres
puntos de aproximación en la ceja del mismo lado. Vale, quizá no
era lo que habían planeado para ese día, pero yo creo que les hice
un favor, sobre todo a la díscola novia.
La
verdad es que ahora, me siento un poquito en deuda con el novio, así
que: solteras de España, si estáis interesadas en Paco enviadme un
correo al email que figura arriba. Os advierto que es un tío muy
majo, palabrita.
En
fin, quedad con Dios y vivid cada día como si fuese el primero y el
último. Ah, nos vemos la semana que viene, espero.
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