viernes, 20 de noviembre de 2015

Brighter than sunshine

Se sentó delante de la máquina de escribir. Todos los días procuraba soltar algunas letras, aunque no tuviese nada que decir, sin formato, sin pensar, sin digerir. Era una forma de ordenar desordenadamente su cabeza, de darle forma a lo que sentía, a lo que intuía, a lo que ni siquiera sospechaba. A veces tardaba días en comprender lo que había escrito, en ocasiones le dolía el resultado, otras la sanaba.
Un amigo le dijo: “Un día, una página”, así como si hablase de la vida. Por eso aporreaba diligente o distraída aquellas teclas como si de prescripción facultativa se tratase. También le gustaba escribir a lápiz, el sonido de la mina arrastrándose por el papel marcaba una melodía conocida y reparadora.
Sin embargo, hacía siglos que no pintaba, desde que su padre enfermó. No sabía si era falta de ilusión, de voluntad o miedo a lo que pudiera salir de los pinceles. Pero hoy, por lo que sea, había llegado el día. Dejó el papel paciente en el rollo de su vieja Olivetti y bajó al sótano. Allí es donde guardaba el caballete, el material y todos los lienzos aplazados. Hacía frío, se agarró el pecho, le dolía, lo sentía cerrado. Bronquitis, había diagnosticado el doctor, pero ella sabía que no, que lo que allí guardaba era todo lo que no decía, todo lo que se tragaba, todos los besos que no daba, todos los abrazos que morían antes de nacer, todas las verdades que habían mutado recientemente, todas las lágrimas ahogadas.

Manchó la paleta de tonos rojos: bermellón, rojo cadmio, escarlata... y pintó con pasión y sangre. No sabía si lloraba de felicidad, esperanza, rabia, frustración, dolor o alivio. Pintó su corazón, sus pulmones, su soledad. Pintó aquel adiós, pintó sus últimas palabras, pintó un “quédate” silencioso, pintó el miedo.
El sótano estaba lleno de enredos, curiosa metáfora de su vida. Normalmente conseguía aislarse de aquella maraña mientras pintaba, pero hoy la maraña la observaba atónita.
Sonó el móvil. Era él. Un whatsapp. Sólo cuatro palabras que le dieron la vuelta como un calcetín. Cuatro palabras y una canción: “Brighter than sunshine”. Su canción.

Volvió al lienzo, vertió en la paleta colores al azar y pintó una ventana, una ventana con vistas a la vida. 



Texto e imagen: Santi Jiménez

El Hilo Rojo

¿Conocéis algún niño que se caiga en el parque y no vuelva a jugar?

Quizá ocurra lo mismo con el amor.

¿Cuántas veces se puede romper un corazón?

Seguramente, las mismas que puedas volver a unir sus pedazos.

Sí, yo también me he prometido no volverme a enamorar. Yo también me he propuesto ser una isla. Yo también he jurado no volver a perseguir un imposible, mirar antes de cruzar, nadar y guardar la ropa, ponerla a secar incluso antes de que se moje, declinar amablemente cualquier oferta y continuar mi marcha, sin mirar atrás.

Y de repente, tú. Tú, que llegas con un océano de por medio, con un imposible bajo el brazo y con cien heridas que reconozco como propias. Apareces con mil peros y algún tímido “por qué no”. Llegas sin más, como la primavera o las buenas nuevas y lo revuelves todo y arruinas todos mis planes ermitaños y sorteas todas mis medidas de seguridad. Y sucede que esta vez, ni siquiera lo vi venir. No te vi venir porque probablemente ya estabas. Porque, según me cuentas, sujetabas el otro extremo de ese hilo rojo que sostiene mis alas, que nos une, más allá del tiempo, más allá de lo (im)posible, a pesar de la distancia.

Y ya estoy otra vez caminando por las nubes, ya mi loco corazón se apoderó de la razón, ya las noches sin sueño, ya los días soñando, la inseguridad a flor de piel, de tu piel, de esa piel que no he tocado y, sin embargo, me habita, me falta.



Y, estúpidamente quizá, creo en ti. Creo en ti y, cada vez más y gracias a ti, creo en mí.
Creo en hoy, me despreocupo de ayer y me invento el mañana.
Creo en cerrar las puertas que provocan corrientes, esas que estallan en portazos.
Y creo firmemente en las ventanas que nos abren universos.
Creo en árboles eternos cuyas raíces, cómplices, se entrelazan.
Porque he sentido caricias sin piel, besos sin labios, he sentido tus abrazos sin tus brazos.

Y por eso estoy en este avión sin saber si tocaré tierra firme y sin decidir si te besaré primero con los ojos o con los labios. 

Texto e imagen: Santi Jiménez

Juan El Novias

Juan, el Novias padece de estrés.
Juan, el Novias se las ve y se las desea para cuadrar su agenda.
Juan, el Novias no es un truhán ni un infiel,
simplemente quiere ahorrar problemas de alquiler,
ni hablar del comer o el vestir o llegar a fin de mes.
Juan, el Novias
sigue acudiendo con ilusión al Inem.
Guiña el ojo al guarda jurado, a la asesora y al señor de la ora,
para un empleo jamás lo han llamado,
para otros temas, puede ser.
Juan, el Novias, no busca novias sólo por placer,
necesita dormir a cubierto,
abrazado a otra piel,
más rentable que huir del casero
y más confortable, también es.
Juan, el Novias se asea en la fuente
y se perfuma con flores silvestres.
Juan, el Novias ha probado piensos de todos los tamaños
y colores,
en los parques de cualquier zona,
pan para palomas
y deshechos orgánicos a la salida de los mejores bares y restaurantes.
Contra todo pronóstico, Juan, el Novias
siempre va hecho un pincel.
Lava su pincel a diario
y lo seca con esmero
en los colaboradores secamanos del aseo de la estación de turno.
Por eso, Juan, el Novias no puede repetir mujer,
una cita por vestuario
y el vestuario es el que es:
Colección de invierno: 1
Colección de verano: 1.
Empate a uno pues.
Con todo y con eso,
se podría decir que Juan, el Novias
psicólogo es,
conocedor exquisito del género humano
y sin embargo, amante también.
Juan, el Novias puede ser quien tú quieras que sea en cero coma.
Juan, el Novias puede ser el amor de tu vida en su primera y única cita contigo.
Juan, el Novias es inolvidable,
Juan, el Novias crea adicción,
así que se ve obligado a mudarse de barrio
a diario.
Juan, el Novias no tiene ataduras,
Juan, el Novias no lleva equipaje,
Juan, el Novias no usa móvil,
no posee cartera ni tarjetas ni carnets.
Se diría que Juan, el Novias viaja solo,
pero cuando Juan, el Novias se mira al espejo
ve en sus ojos un brillo con nombre de mujer,
la única con la que quizá nunca tuvo una cita.
A pesar de todo
y aunque nunca duerme solo,
Juan, el Novias siempre le fue fiel.

Texto: Santi Jiménez
Fotografía: Gordon Pollock

Ya no

Yo siempre he defendido que la vida va de reírse y en medio pasan cosas. Pues bien, creo que éste es uno de esos momentos en los que me están pasando cosas. Os cuento la situación a ver si así, al menos vosotros, la entendéis. Vale, no sé muy bien cómo he llegado ni qué hago aquí, sólo que la tabla que me sostiene es rígida y fría, yo diría que es de metal. Tengo el cuello contracturado y el cuerpo entumecido. Los párpados me pesan como si me hubiesen colocado media docena de losas de mármol sobre ellos y daría vuestra mano derecha por cambiar de postura.
Hay voces que reclaman a una persona llamándola por su nombre, quiero entender que se dirigen a mí, pero no lo reconozco como propio. Mi pecho bombea de forma involuntaria. Mis pulmones funcionan acompasados. Mis extremidades no responden y un frío interno me hace tiritar. Siento la sangre helada arrastrándose por las venas. Las voces piden que abra los ojos, que cierre el puño. Estoy empleándome con fuerzas pero no consigo satisfacer tan sencillos deseos, con lo poquito que me gusta a mí decepcionar al personal.
Alguien comenta que tiene entradas para la ópera, que nunca ha ido y que no sabe qué ponerse. Supone que debe ir muy arreglada e informa alertada de que aún no ha encontrado acompañante. Otro le responde que no se puede entrar con gato. Detecto cierta ironía. Ella repone:
Pues éste es guapo, a ver si lo ponemos a tono y me lo llevo”. Risas generalizadas. Yo no podría estar más de acuerdo, cambiaba esto por la ópera, pero ya.
De repente se adivina cierto revuelo, todos parecen moverse con mayor celeridad y siento objetos y maniobras sobre mí.
¡Jóder, Carla, que se nos va, que te quedas sin acompañante!”.
Definitivamente, deben estar refiriéndose a mí. Más maniobras, más revuelo. Ya no hay chistes, sólo órdenes breves y concisas. ¡Qué eficaces parecen todos y qué poquito efecto parece surtir! A ver, Carla, que tengo muchas ganas de ir a la ópera contigo. ¿Qué pasa, cabrones? ¿Por qué paráis?
Vaya, creo que se rinden. Para mí que los de “Anatomía de Grey” se esforzaban un poquito más.
13:26 horas. Informa a la familia.”
Pero, ¿cómo que informa a la familia? ¡Estoy aquí! ¿Qué pasa con mi luz al final del túnel? ¿Qué pasa con los fotogramas de mi vida pasando ante mí? ¿Dónde está la puñetera guadaña? Esto no puede estar pasando.
Acaba de entrar alguien. Es una mujer. Es muy atractiva. Me agarra la mano. Es ella, sí, la recuerdo. Siempre me dijo que era yo era un fantasma y creo que al final, como siempre, va a tener razón. Recuerdo las que creí serían sus últimas palabras, me las dejó en un papel plegado sobre el aparador de la entrada de la que era nuestra casa. En él se podía leer:
Hubo un tiempo en el que tú y yo vivíamos en una canción. Un tiempo en el que yo ocupaba el hueco exacto de tu abrazo. Un tiempo en el que yo caminaba de puntillas, elevada por aquellos besos que eran solo míos. Recuerdo que tú y yo fuimos para siempre, libres de adioses, de miradas inoportunas y palabras a destiempo. Hubo momentos en los que fuimos perfectos, en los que nuestra piel era un imán irremediable. Pero hoy entiendo que sólo cerraba los ojos para no ver el final, ahora comprendo por qué era yo quien más tardaba en soltar nuestro abrazo.
Lo siento, pero ya no.”
En fin, creo que alguien debería rectificar la hora de la muerte.
Texto: Santi Jiménez
Obra: Jaques Louis David

Huesos de albaricoque

Ni siquiera podía decir que la sala fuese fría ni el trato desagradable. En la pared de la estancia, un Gerhard Richter la observaba de espaldas. Las manos le sudaban y sentía el cuerpo frío y la cabeza caliente. El corazón galopaba, mientras proyectaba mentalmente lo que deseaba que sucediese ahí dentro.

La diligente enfermera se le acercó sin dejar de sonreír (parecía sincera y le supuso mucha práctica) y la animó a tomarse un café, pues llevaban bastante demora.

Se fue a la cafetería, sonaba Sage Francis. Sabía que no podría probar bocado, pero pidió un café para justificar su asiento. 

Sacó su bloc de notas y escribió:

"Todo va a salir bien".

Necesitaba que alguien se lo dijera, pero había decidido ir sola y mantener el secreto, en caso de que fuese necesario. 
Tratar de ahorrar el mal ajeno como si esto fuese posible, era su especialidad. 
Continuó escribiendo:

"Amapolas a pie de carretera".

"Trenes que no cesan".

"Besos que borran el mundo".

"Una manta en el sofá".

Estaba buscando lugares felices, esas eran imágenes recurrentes a las que solía recurrir en casos de fuerza mayor.

Cerró los ojos y sintió un esquivo beso adolescente y una mano de diez años estrechando la suya. Los reconoció.

Recordó su foto escolar, aquella niña de coletas rubias y gafas de pasta, la de las preguntas infinitas y el eterno resfriado, la que recogía animales y ocultaba poemas, cuentos y dibujos debajo del colchón; la que quería tener ocho hijos.

Sin saber porqué se acordó de la colonia mágica de su madre, la que la ayudaba a dormir. Pensó en aquel perro llamado "Tranquilo", al que cuidaban todos los chicos de la calle y que un día no apareció más, y en los silbatos hechos con hueso de albaricoque. Canturreó para sí la canción del Un, dos, tres, la del Cola Cao, aquella del negrito y la de la familia Telerín, absurdamente y por ese orden.

"Huesos de albaricoque", dijo en voz alta y la impertinente alarma de su móvil le recordó que ya era la hora, sonó igual que cuando la despertaba de un dulce sueño. Se levantó, abandonando intacto y frío su café y se dirigió de nuevo a la consulta.

Allí no escuchó nada de lo que quería oír. Nada salió como deseaba.

Entendió entonces, lo que ya sabía, que la vida no siempre va de lo que uno quiere. Y supo entonces, lo que imaginaba, que cuando ya no puedes más, vas y puedes y que la única opción es siempre la alegría.

Salió sin muchas ceremonias de la consulta y susurró: "Bueno, ya veremos".

Texto: Santi Jiménez
Imagen: Gerhard Richter

Espejismo

Te quiero como se quieren los imposibles y las quimeras, como se quieren los ideales y los sueños, las promesas y los milagros. Te quiero por cuenta propia y ajena a mi voluntad. Te quiero fuera de toda lógica, en dirección contraria y en mi contra. Te quiero y sin embargo, acaso ya no te quiero. Tal vez hoy descubro que sólo amé la idea de ti, las risas que me acompañaban de tu mano, los besos largos de ojos cerrados, los abrazos, las caricias, esos ojos achinados y también, por qué no, las historias y mentiras que envolvías para mí.
Te quiero, pero no te quiero y, aun sabiéndolo, todavía me cuesta abrir los ojos, acostumbrarlos a esta nueva luz. Podría quererte, a lo mejor, pero cómo seguir bebiéndome tus trucos, tus tratos y tus tretas, así sin rechistar. No puedo continuar cometiendo la estupidez extrema de seguir llorando por ti.
Así, que hoy me saco este caramelito de deslumbrante envoltorio de la boca, con pesar y con nostalgia. Hoy ya no me quedan más palabras para ti. Definitivamente, hoy colgamos el cartel de "Cerrado".
Y perdona si ya no me pareces el mejor pastel del escaparate. Disculpa si ya no quiero consumirte hasta el fin de mi existencia. Ya puedes, como hasta ahora, seguir siendo la ganga de otra. Pero cuidado, cariño, que eso que vas pisando son corazones y recuerda que somos dueños también de las huellas que dejamos atrás.
Es curioso con qué celeridad han desaparecido todas nuestras fotos de un solo clic, presionado por un dedo ajeno (tan incapaz me sentía yo), con qué facilidad ya no te encuentro entre mis contactos (gracias por eliminarlo tú por mí), con qué dolorosa sencillez se disolvieron nuestros whatsapps, qué inclementes se extinguieron nuestras llamadas, qué lejanos nuestros "buenos días", nuestras "buenas noches".

Cariño, qué agotador fue abrazarte como quien abraza una nube, como si fueras humo o mercurio.
Me aburrí de intentar volar esta cometa sin viento, de soplar a tu favor, de despeinarme por ti.
Me niego al fin, al ni contigo ni sin ti, renuncio a que seas tú quien me llene o me vacíe, a que me arrastres, a que me amarres y me sueltes al primer canto de sirena.
Y sin embargo, me releo y siento que no estoy siendo del todo justa, que fuimos lo que fuimos por alguna razón, que las malas experiencias, también son experiencias y que hubo un tiempo en el que fuiste motor y causa de mi alegría.

Siento, si trato de ser justa, que volví a mirarme en el espejo gracias a ti y que la vida también es todo esto que me falta sin ti, que la vida me espera.

Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Benjamin Lacombe

La estación

Las mentiras siempre duelen: las de las palabras, las de los gestos, las de las miradas, las de la piel, las tardías y las tempranas, las propias y las ajenas. Todas. Siempre.
Toca entonces cuidarse, dejarse querer, dejarse cuidar, dejarse amar y amarse. Toca armarse de valor y no volver a disfrazarse, toca además, desenmascarar al impostor. Has de tener mucho cuidado, porque hay disfraces tan eficaces que parecen la propia piel.
Llega un momento en el que tienes que cerrar una puerta con profundo dolor y acaso también, cierto placer, sabiendo que lo que dejas detrás tal vez jamás te perteneció, quizá nunca lo conociste del todo. Tómalo como una lección necesaria e inestimable. Sé que cuesta no regresar, no volver donde ya no se te quiere. Pero marchar es tan urgente como doloroso.
Son tiempos en los que sientes que vas subiendo una cuesta empinada, arrastrando casi el alma. No sabes quizá, que hay unas manitas que te empujan. Te dejaste vivir, te dejaste llevar, piensas que no fuiste tú quien construyó tu vida. Pero, ¿quién si no?
Sucede que siempre, siempre elegimos, aunque sea que decidan por nosotros.
Somos causa y efecto de nuestro propio destino, para bien o para mal.
Y resulta que, a veces, pones tanto empeño en la lucha que te quedas sin fuerzas para enfrentar la derrota. Pero descuida, cuando crees que ya no puedes más, vas y puedes. Porque nunca dejas de caminar. Porque cada uno de tus pasos ha sido dado y no ha sido en vano.
Y tal vez, cuando no encuentras puertas ni ventanas por donde escapar es porque, a lo mejor, ya estás fuera.
Entiende que es muy fácil dejarse llevar por el desaliento, pero no conviene detenerse en esa estación. El mundo no deja nunca de girar, a un tren siempre le sucede otro y si te ofuscas en comprobar si los billetes que sacaste eran o no los adecuados, probablemente perderás el siguiente. No te rindas. No te dejes vencer. No decaigas. Recuerda que vivir no es dejarse morir. Sécate ya esas lágrimas y continúa tu camino.
No te recrees en el desamparo.
No hagas del desánimo tu nueva casa.
No te acomodes en el fracaso.
Desinstala las lamentaciones.

Porque quieres, porque te lo debes, porque tú puedes. 

Texto: Santi Jiménez
Imagen: Ed Feingersh

miércoles, 9 de septiembre de 2015

De nuevo el naufragio

Las mentiras más bonitas me las he contado yo. Quizá por eso me embarqué en un nuevo naufragio sin haberme recuperado del anterior. El mar no tardó en confirmarme que lo único que nunca se acaba son las lágrimas y me dejó con las ropas mojadas para siempre.
Y te encontré a ti, tan náufrago como yo, tan a la deriva, tan perdido y nos agarramos el uno al otro, despreciando cualquier salvavidas que acudía a nuestro paso.

Ahora soy una mujer sin miedo porque soy una mujer muerta. Ambos lo sabemos. Tú nunca me mentiste, me avisaste de que estabas vacío y nada me podías ofrecer y te empecé a querer contra todos, contra ti y en mi contra. Cerré mis ojos y mis oídos y me aferré a tus actos, desechando tus palabras. Construimos una balsa con nuestras decepciones. En ocasiones, tú remabas y yo dormía. Otras veces, era yo quien te veía descansar e intentaba avanzar nuestra embarcación sin saber que sólo navegabamos en círculos.
La tormenta amainó, fingidamente, y pusimos nuestras ropas a secar sin perder de vista esas nubes grises que nos recordaban que la lluvia estaba hecha para nosotros.
Algunos días intentabas huir, pero yo no te dejaba. Te amarré a mí con algas cómplices, con besos agridulces y con un amor infinito que viajaba en una sola dirección.
A veces, me ofrecías el olvido, pero yo no podía, no podía olvidar lo que estaba tan dentro de mí y tú lo estabas ya desde la primera ola. Olvidarte sería olvidarme de mí misma.
Una noche te adentraste en la profundidad del mar aprovechando mi sueño. Lo hiciste sin apenas respirar para no provocar burbujas que soliviantaran mi sueño. El silencio era ensordecedor, no te oía respirar y esto provocaba en mí todo tipo de pesadillas. El silencio puede llegar a doler mucho. Ahora lo sé.
Cuando desperté el amor todavía estaba allí. Las caracolas aún repetían tu nombre, ése que nunca me atreví a pronunciar y me mentían que tú también todo.
Traté de abandonarme a la deriva, dejé de alimentarme e hidratarme, pretendí dejarme morir, que el mar me engullera, pero las olas se obstinaban en devolverme a la orilla. Y fue así que llegué a tierra firme. Sin haber aprendido nada. Sin saber nada de mí, sin saber nada de ti, abocada al siguiente naufragio.

Y todavía hoy, contra todo pronóstico, imagino que te encuentro en cualquier puerto. 
Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Paula Bonet

La ternura

El pasado jueves hizo diez años que tu ternura acampa a sus anchas por la casa. Sé que no eres mío y sin embargo, te siento tan dentro aún. Siempre temí que llegara el momento de tu nacimiento, jamás me quejé de tu peso, ni del calor de la recta final de embarazo en pleno agosto, ni de los tobillos hinchados. Me sentía una privilegiada, era dichosa al notar tus movimientos, temía que salieras de aquel paraíso amniótico en el que nadabas, dormías y te alimentabas a placer, dando sentido así a mi vida.
Tanto es así, que cuando aquella noche del veinte de agosto te obstinaste en salir, yo cerraba mis piernas hasta la asfixia. Fue por esto que naciste azul, como un pitufo, como el cielo, como el mar, como tus ojos quizá. Y aún no te he podido soltar. Saliste al mundo pero te quedaste en esta maquinita mía que palpita y hace tic-tac y, como dice la abuela, aún, a día de hoy, no pude cortar el cordón umbilical. Será por eso que no se me ocurre mejor compañero de sueños, que nadie llena el huequito de mi cama como tú.

¡Cuánto amor! ¡Qué miedo! Qué alegría! ¡Qué dolor! ¡Qué placer! ¡Qué orgullo! Cuántos sentimientos alberga mi pecho al mirarte, al saberte en el mundo. Y te veo dormir y contengo el aliento, por miedo a despertarte, por miedo a que no despiertes.
Hay tanta belleza en cada uno de tus actos, son tan sublimes tus pensamientos, tan apasionantes tus planes, tan ambiciosos tus proyectos, que le pido a la vida que te toque siempre con las manos bien limpias, que mire tu corazón y actúe en consecuencia, que recojas siempre lo que siembres (tal es mi confianza) y que recibas en todo momento lo que das.
Y me duele no poder medir el alcance de tus pasos, ni sopesar el terreno que pisas, ni garantizarte que el que la sigue la consigue. Me hiere no poder asegurarte que la vida siempre es justa y que al final, ganan los buenos.
Me angustia saber que nada puedo yo enseñarte, que no puedo tropezar por ti, que tú aprenderás todo por tu propio ensayo-acierto-error, que mis palabras estarán vacías hasta que tu experiencia les confiera solidez.
De nada sirve que te arrope esta noche o que te hidrate suficientemente, ni que te cuide como conviene. De nada o poco sirven mis consejos ni desvelos. Porque tu vida es tuya y habrá sombras que ni siquiera podrá disipar tu luz.
Y también sé, que a veces la mejor enseñanza es cruzarse de brazos y dejarte hacer. Y a la que intento transmitirte algo, tú ya me has dado diez lecciones.
Me alegro y me preocupa que seas tan precoz, tan emocionalmente maduro, tan sensible. Esto te hará disfrutar como nadie, pero también sufrir y yo sólo podré ser una espectadora más y ofrecerte un abrazo y una tirita con dibujitos.

Te quiero, Álvaro.
Texto e imagen: Santi Jiménez

Tú me sostienes

A veces, sostener a alguien te ayuda a no caerte. Ocurrió así entre nosotros, creo.
Ambos teníamos los pies a tres centímetros de ese precipicio llamado vida. Tú estabas perdido y yo no me encontraba por ninguna parte. Me agarré a ti con todas mis fuerzas sin preguntar y tú te dejaste asir sin mediar palabra. Y la vida fue más fácil temporalmente. Llegaron las sonrisas, la luna parecía brillar satisfecha, las noches cobraron vida y el Paraíso se fue acercando a la Tierra.
Temíamos y necesitábamos esa dicha desconocida, quizá por ello, nos forzamos a despedirnos hasta en cinco ocasiones. Aquello no podía ser, no era lo establecido, no era el momento, no era adecuado ni correcto. Cuarenta y ocho horas máximo de incomunicación, de caras largas, de ojos húmedos hasta que uno u otro descolgaba el teléfono y se encontraba con un sí dichoso y un feliz hueco en la agenda. Aquello no era lo que conocíamos, pero era lo que teníamos, lo que necesitábamos, era nuestro.

Así que prometimos no decir nunca adiós, quizá por eso aún no te has marchado aunque ya no estés. Las palabras no pronunciadas corren el riesgo de no existir, de mutar o de hacerse eternas.
Qué insignificante es este “Te echo de menos” para explicar este vacío sin ti. El dolor, sobre todo en noches como ésta, noches sin luna ni estrellas, noches de cama vacía, es tan agudo, tan certero que se torna algo físico. Siento tu ausencia aquí, en mi pecho, se agarra a mí como unas manos desesperadas y me reprocha que nos diera por perdidos sin intentarlo una sexta vez.
La herida sigue abierta, sangrante, mal curada y sin embargo, me hace sentir ciertamente viva, sinceramente idiota.
Todavía me parece que te veo venir, en un rostro ajeno se perfila tu sonrisa de ojos achinados, recibiéndome y recuerdo los besos siempre tímidos de nuestros encuentros, besos en las mejillas, tan absurdos como nosotros.
Y no sabes cuántas veces he escuchado tu voz a mis espaldas, salía de una boca forastera y decía cosas estúpidas como que aún me quieres y he vuelto a sentir ese latido que lleva tu nombre. Te he encontrado en otras formas de caminar, similares a la tuya y he seguido sus pasos en una especie de locura suicida y absurda, porque nunca eras tú.
Hoy, como tantas veces, he subido al coche sin rumbo, necesitaba pensar en ti, soñar contigo. No sabía muy bien a dónde me dirigía, como cuando salíamos a cenar de improviso y tú decías sonriente y confuso: “No sé ni a dónde voy”. Poco importaba, el destino siempre era perfecto, porque el destino eres tú.
Las ruedas se han detenido junto a la gasolinera donde nos besamos por primera vez. Mis lágrimas han brotado con ira y con nostalgia, aferrándose a uno de esos estúpidos porqués que me persiguen.
Y de repente,
tú.
Y de nuevo,
tus labios.
Y otra vez,

la sorpresa del primer beso.
Texto: Santi Jiménez
Imagen: François Sola

viernes, 14 de agosto de 2015

Dados trucados



Que no es amor todo lo que reluce, que no fue amor que parecieras brillar en aquella plaza, tan vacía de repente. No es verdad aquello que atravesó mi corazón, ni el nudo que aún no se ha deshecho en mi estómago, ni el que ahoga mi garganta. 

No es amor que demore mis planes por ti, ni que me adapte a tus horarios. 

No es amor que detengas mi tiempo, que se pare mi respiración, que aceleres o paralices mi latido a tu contacto.

No es amor que no pueda concentrarme en nada, que nada me satisfaga, que nada me ocupe, si no estoy contigo. 

No es amor que sea incapaz de pronunciar tu nombre, ni que mire durante horas tu fotografía. No es amor que sólo me encuentre en tus ojos ausentes. No es amor que espere tu mensaje, tu llamada, tu silbido. Que acuda rauda, dichosa, nueva. 

No es amor que me duche en dos minutos por si llamas. 

No es amor que no me atenga a las consecuencias, ni que mi sueño sea que tú no dejes de hacerlo, ni que haya dejado de dormir. 

No es amor que me tiemblen las piernas al verte. No es amor que le sonría a tu recuerdo, que tus palabras me parezcan nunca pronunciadas. 

No es amor que me erice al pensarlo. 

No es amor que nos busque en todas las canciones y te acabe encontrando. 

No es amor que sólo escriba para ti. No es amor que lea ciega tu piel. 

Y no es amor porque no hay un nosotros, porque yo no brillo para ti, porque tu corazón no se inmuta con mi tacto, porque tú no me buscas en cada canción, porque nunca esperas mi llamada, porque la vida no te sabe a mí, porque no abrazas mi recuerdo cuando duermes y despiertas entero sin mí. 

Y sé que es absurdo quererte por los dos, que es de locos soñar con un mañana a medias. Pero no me conformo y reescribo nuestra historia y borro las letras tristes de los poemas, las baño con miel,  con suspiros, las adormezco y añado puntos suspensivos, puntos para la esperanza. E imagino que tú también me quieres, que te da miedo hacerlo, que necesitas sanar viejas heridas y cerrar puertas oxidadas. Y te curo con mis besos tiernos, te recojo en mi abrazo, acaricio tus heridas y las cicatrizo con mis lágrimas balsámicas. Y te arranco un "quizá" o un "tal vez" a regañadientes. Y una ilusión infantil me hace un guiño y se esconde y las cartas me muestran sus ases y los dados se trucan para mí.

Texto: Santi Jiménez
Ilustración: James Jean

Querida Vida mía

Querida Vida mía:
Prométeme que es la primera vez que te vivo, porque si no, lo mío no se explica. Calculo que necesito mínimo ocho vidas más para aprender, como mucho, la primera parte de la primera parte de la primera lección.
A ver, que cada vez me equivoco con más soltura, en esto sí que he alcanzado el nivel experto. Todo lo que sea tropezar, resbalar, caer, volver sobre mis pasos y volver a caer (eso sí, con bastante estilazo) se me da de lujo.
No sé dónde andaba yo cuando el reparto de cerebros, muy probablemente me pilló con las uñitas recién pintadas (como en los mejores rebotes y las principales batallas) y no pude hacerme con un cachito mejor. Respecto al corazón... Buff, yo creo que más me hubiese valido agarrar una lata de alcachofas. ¡Menudo imán de errores, vaya radar de catástrofes!
¿Qué no daría yo por ser una persona madura, independiente, coherente, equilibrada, fría y calculadora?
¿Qué no daría yo por distinguir las batallas que merecen la pena de las que no, por saber canalizar mi energía y destinarla a las empresas correctas?
¿Qué no daría yo por diferenciar los caminos y vías principales de los atajos o los callejones sin salida?
¿Qué no daría yo por elegir la senda recta frente al laberinto?
¿Qué no daría yo por discernir si las personas que encuentro son puente, camino, faro o puerto?
¿Qué no daría yo por saber a qué mano he de aferrarme, de qué carro he de tirar, a cuál subirme y de dónde salir huyendo?
¿Qué no daría yo por saber que son mis propias manos con las que tengo que contar?
¿Qué no daría yo por saber que es preciso caminar antes de correr?
¿Que no daría yo por saber que cualquier destino comienza con un pequeño paso?
¿Qué no daría yo por saber que las vendas más sutiles, las más difíciles de desprender, nos las anudamos cuidadosamente nosotros mismos?
¿Qué no daría yo por saber que no pesan los años, sino las piedras que nos echamos en los bolsillos?
¿Qué no daría yo por saber que el amor es otra cosa, que no es des-vivirse, que no es volverse del revés, que es ser más tú, que es serte más fiel?
¿Qué no daría yo por saber que hay personitas con candado, corazones sin salida e incluso, sin entrada, en el peor de los casos?

Hasta la fecha creo haber comprendido, al menos, que la vida va de reírse y en medio pasan cosas, que no es momento de ser princesa, que es preciso, en ocasiones, ser dragón, que las mentiras más bonitas me las he contado yo, que el daño recibido corría por cuenta propia al 50%, que nadie como uno mismo para cortarse las alas y que el principal culpable de esto que llamas destino, ocupa la primera fila en tu espejo.
O tal vez, querida Vida mía, sea yo como ese pájaro que tiene tan grandes las alas que le impiden volar, que sólo tomando altura, sólo desde una buena perspectiva logrará alzar el vuelo.

Y llegados a este punto, amada Vida mía, no sé si no se te ve el truco porque no hay, si eres pura magia o si, por el contrario, la magia, como el azar, tampoco existe.

Texto: Santi Jiménez
Imagen: Christian Schloe

El mar siempre espera

Recuerdo que amaba hacer el muerto en el mar. Esa sensación del agua fresca en las raíces del cabello. Ese ahogar los festivos gritos playeros sumergiendo los oídos a placer en aquel líquido generoso y cómplice, hacerlos intermitentes si lo deseaba. Esa paz de saberme sola entre la multitud. Tan distinto a hacer el muerto en mi vida posterior. 

Recuerdo que amaba nadar hasta el fondo, persiguiendo ilusamente el horizonte, hasta que el horizonte fuiste tú, más real, más sólido, más asfixiante. Recuerdo las brazadas solitarias, redentoras, anhelantes.Recuerdo llegar a mi fondo y quitarme el traje de baño. Sentir la caricia marina recorriendo cada milímetro, limpiando cada poro, cada huella, cada mancha, cada herida. 

Recuerdo bañarme durante horas en la playa por la mañana y por la tarde, formar parte del elemento, mis labios salados, la piel tostada, el pelo rociado de pequeñas partículas blanquecinas, el olor a vinagre tras las quemaduras, la crema de coco después del sol. 

Recuerdo las noches en el parque, nuestras risas adolescentes, los primeros besos, las lunas de verano, las jóvenes promesas de eternidad.

Recuerdo que podíamos cambiar en el kiosko nuestros tebeos ya leídos por otros. Ojalá pudiera ahora hacer lo mismo con algunos recuerdos.

Recuerdo la novedad de las camisetas que podías estampar con tu nombre, con su nombre, con la foto de tu perro. 

Recuerdo comprar casetes grabadas de mis grupos preferidos sin remordimientos.

Las salidas, las entradas, las idas y venidas, los reencuentros y las despedidas llorosas de final de verano. 

Y recuerdo también que hace años que no me baño. Años que me enemistaste con aquel cuerpo que sólo te conoció a ti,  minando mi autoestima con esas frases repetidas como una cinta de larga duración, vuelta y vuelta. Prohibidos los helados,  antes compartidos, la comida en los altillos, las chuches contadas, racionadas por el dueño y señor de mi corazón y mis actos. Poco a poco tú fuiste el elemento con el que me fusioné.

Texto: Santi Jiménez
Ilustración; Paula Bonet


Un te quiero en el cajón

Sabía que estaba muerta, aunque el cadáver caminara y pudiera hablar.
Los sueños la habían abandonado la primavera anterior y los veía alejarse de uno en uno calle abajo, confundidos, cabizbajos, decepcionados, diluyéndose. En realidad, no estaba segura de quién había soltado la mano a quién, pero tal debate tampoco tenía sentido ahora que, como decimos, ya estaba muerta; no obstante, ya había perdonado a la vida por tan prematuro abandono.
La fallecida podía ir perfectamente a por el pan y hablar incluso con los vecinos, no dejó ni un solo día de regar sus plantas ni de poner la lavadora, a pesar de su condición de perfecta difunta. Desde aquella primavera, su vida le era tan ajena que incluso podía disfrutar del espectáculo.
Reconocía que estaba muerta porque ya no escribía. Y no escribía para que las cosas no sucedieran, para no sentirlas, para no saberlas, para no recordarlas. Sin embargo, recordaba que lo último que se había permitido escribir era una carta, enviada a sí misma y mancillada por las lágrimas. Esa carta le daría fuerzas en caso de que olvidase su letal condición. Desde ese preciso momento había decidido callar a su estúpido corazón, a su insensata razón y a su atolondrada alma y guardarlos para siempre en el cajón de la ropa interior. Muerto el perro se acabó la rabia: no más tragedias, no más dramas, no más placeres, no más alegrías.
No podía negar que, en ocasiones, aunque aliviada se sentía realmente sola, pero es bien sabido que es ésta una condición inherente a los no vivos.
Estando tan muerta como estaba, le resultaba curioso que esa noche la visitase la tristeza y le trajera a la memoria aquella última noche en vida. Las ganas de llorar curiosamente se habían instalado de nuevo en su garganta, cargadas con bastante equipaje como si pensaran quedarse una larga temporada.
De verdad, esto se escapaba a toda lógica. Y así supo lo que tenía que hacer. Había llegado el momento de volver sobre sus palabras.
Se dirigió a su dormitorio y extrajo la carta que ocultaba bajo llave en aquel cajón. Se dispuso a leer con mano firme y voz temblorosa.

La misiva comenzaba con la tinta corrida y así:
Decir adiós es de valientes, sobre todo si te despides de lo que te causa y te quita la vida. Mi vida parecía ya decidida, caminaba sosegada por raíles sabidos hasta que llegaste tú y la pusiste patas arriba, acabando con el mundo como lo conocía, con sus garantías, con mis certezas, mudando el color de las cosas y desordenando sus olores y sabores, para siempre.
Y empecé a quererte por los dos. Ya no era feliz si no dormía en tu boca, si no me abrazabas por la espalda y dibujabas un caminito de besos desde mi nuca hasta el corazón. Se callaron todas las voces y tú ocupaste todas las canciones. Por mi parte, yo me dediqué a quererte en silencio para no despertar tu malparado corazón. Sólo el silencio respondía a esas dos palabras que ahogué mientras pude para no importunarte, hasta que brotaron descaradas y urgentes y se encontraron sin el eco de tu voz.
Ya no puedo más, ya no aguanto esta sordera. Hoy me bajo de la vida. Hoy, me muero.”

Imagen: Christian Schloe
Texto: Santi Jiménez


A

  • Mamá, ¿me lo cuentas de nuevo? Y lo quiero exactamente con las mismas palabras.
  • Está bien.
Ella siempre subía al tobogán del revés, llevaba flores en el pelo y caramelos en un bolsillo. Sí, podría decirse que era una niña muy preparada.
  • ¿Y ahora, mamá? ¿Cómo es ella ahora?
  • Ahora, nunca falta carmín en sus labios y lleva apenas cuatro horas de sueño en el bolso. Sonríe quizá menos, pero en sus ojos aún puede adivinarse que, después de todo es feliz.
Cuando era pequeña jamás permitió que a A le quitaran el bocadillo en el recreo. Era una niña muy valiente. Eso decían todos.
  • Mamá, ¿por qué a él le llamamos siempre A? ¿Es la inicial de Amor, es de Amistad, es acaso de Álvaro?
  • Lo hacemos por discreción. Ellos así lo desean.
  • ¿Y Ella eres tú?
  • Eso no lo sabemos, en la historia nunca se menciona su nombre, tan sólo se dice que la podremos reconocer por un lunar con forma de corazón que tiene en su muslo derecho.
  • Como el tuyo...
  • Igualito.
  • Continúa.
  • Cada día escribía una nota para A. Su protegido se había convertido también en su muy mejor amigo, algo así como si fuesen almas gemelas, quizá por eso le llamamos A. Pero sucedió que un buen día las mariposas anidaron en su vientre y se adueñaron de Ella y no volvió a defender los bocadillos de A. Sin embargo, ni un solo día, ni uno solo, dejó de escribir la correspondiente nota para Él. Notas que nunca le entregó. Notas que guardaba cuidadosamente en su corazón y en su bonita caja de galletas.

Como decíamos, Ella se enamoró de alguien que no era A y no volvió a subir al tobogán por el lado contrario ni a prender flores en su pelo ni a guardar caramelos en un bolsillo y tampoco, la verdad, parecía ya una chica tan preparada.
Pasó el tiempo, llovieron hojas, los rayos de sol cubrieron sus cuerpos y sus rostros ahora ajenos, la luna se reflejó innumerables noches en el agua, se descontaron los días y pasaron sus vidas por separado.
Ella corría de un lado para otro sin parar, siempre con prisas y giraba como una peonza en una plaza llamada Rutina. En ella se asentaba el elegante despacho en el que trabajaba sin descanso. Algunos decían que tal vez no deseaba regresar a su casa, que aquel despacho era su verdadero hogar, un despacho con una amplia mesa de madera, con mil papeles caóticamente ordenados, varios bolígrafos, un portátil, la foto de un tobogán y, en un lugar privilegiado, una bonita caja de galletas. Cada día aquella caja se abría y se cerraba tras recibir religiosamente una nueva nota. Así pasaban los días, iguales, hasta que un miércoles de fin de mes, alguien se sentó detrás de Ella en el autobús y le susurró: “Recuerda que yo ya te quería cuando las flores de tu pelo no eran más que semillas”.
  • Y al final nací yo y ahora Ella se siente muy feliz, ¿a que sí?

Mamá, me encantan estas historias que no cuentan nada.

Imagen y texto: Santi Jiménez

Tu boca


Como buena suicida pongo el corazón en todo lo que hago, por eso hoy no he dudado en seguir al viento en busca de tus palabras, esas palabras que creaste para mí cuando aún éramos nosotros, si es que alguna vez lo fuimos.
Tus palabras parecían todavía prendidas a tu boca en amoroso espejismo, igual que entonces.
Sin dudarlo me enredé de nuevo en tu boca, ese paraíso del que nunca estuve lo suficientemente cerca, lo suficientemente dentro, lo suficientemente saciada. Y he querido jugar con ella como antes, dibujarla con mi dedito como siempre, pero tu boca se ha vuelto hielo inmune, me mira muda, distante, vacía. Ya no quedan besos para mí en ella, nos los robó la Luna. Recuerdo que nos miraba celosa aquellas noches en las que cualquier cosa que rozaba tus labios se volvía beso, en las que no existía más cielo que el de tu boca.
Inútilmente hoy, he buscado aquellos días en los que mi oxígeno era tu aliento y mi  fuente, la lluvia fresca de tu boca, repleta de hierba verde, cuajada de rocío. Te sigo buscando como un lugar donde morir, rendidas las armas, los ojos cerrados, abierto el corazón.  Morir en los placeres de tu boca, sentirla tan hermosa junto a la mía. Cada beso, el primero. Cada beso, anunciando el último.

Sabes que no había más vida que la tuya. Que tú movías los labios, las manos, los hilos, los sueños, el mundo. Que abracé tus sueños, que olvidé los míos, que me olvidé de mí.


Burlaba las horas bebiendo de tu boca,  fuente extraña, besos frescos, efímeros, dulce veneno, aun sabiendo que la buscabas a ella, que te adentrabas en el hueco virgen de mi boca y la llamabas a ella hasta perderte, hasta perdernos.
Quizá por eso no fuimos nada, no fuimos de nadie, ni tan siquiera nuestros. Pertenecíamos acaso a aquella habitación con vistas a la ternura donde esquivamos la soledad y las ausencias con nuestros besos furtivos en vías de extinción.
No habrá un final feliz para este cuento. No volveré a hablar con la boquita llena de amor, porque tú ya no eres tú, porque yo aún soy yo y porque nadie, ni siquiera nosotros, nos creímos.

Imagen y texto: Santi Jiménez

miércoles, 8 de julio de 2015

¿Puede el amor ser eterno?

Me gusta imaginarlos de jóvenes y saber que siguen siendo dos a través del tiempo.
Ella: inteligente, ingeniosa, alegre, con alguna carga demasiado dura para su edad, moderna de lecturas y de ideas, de práctica, lo que de ella se espera y más y la risa, su risa, como arma y remedio, como respuesta habitual. Madre hoy de tres hijas, como tres hijas tuvo su madre, una madre con dos mundos, con dos realidades, con dos estados anímicos, con mucho amor, mucha lucha, mucho dolor, mucha alegría.
Él: muy apuesto, representa un galán y presume aún hoy de entrar perfectamente en su traje de novio, con ganas de comerse el mundo, de agradar, amante del arte del buen hablar y las buenas maneras. Criado en una escuela de monjas, recuerda con gusto su origen humilde, trepando a los árboles, compartiendo infancia con un hermano de leche. Es un ser carente de apetito, amante de la tortillita pasadita y el chocolate con magdalenas. Posee fuertes convicciones que su novia, su mujer, no dudará en cuestionar con fina ironía, vamos, hablar por hablar.


Mi tía me ha pedido que escriba para él. Para documentarme me trae una libreta con gusanillo metálico y tapas de cartón marrón chocolate, tamaño cuartilla, en cuya portada reza: “Papel superior”, papel amarillento hoy tras 53 años pasando página.
La ternura se ha encarnado en esta libreta. Ambos escriben en ella sus impresiones desde el momento de la boda, la lista de regalos, el viaje de novios, la primera hija, talla y peso de la pequeña, los primeros moquitos de ésta, las primeras visitas al pediatra. Algo me dice que la libreta cayó en manos de la primogénita porque cuenta con algún garabato y alguna mancha de humedad que ha corrido la tinta.
El cuaderno es cálido y palpita a su contacto. Tiene dos comienzos: ella escribe en el inicio de sus páginas. Él lo hace desde la contraportada en dirección al principio. Ambos, como en la vida, parecen tomar direcciones opuestas que les llevan al encuentro.
Ella comienza directamente con estas palabras: “Día 12 de septiembre 1962. Por la mañana a las 11 me convertí en la señora de Olmos”.Apunta detalles pragmáticos y culinarios, se recrea de cuando en cuando en la palabra “marido” y detalla pormenorizadamente qué comieron y bebieron en Alicante, primer destino o cómo entraron “un ratico en una iglesia”, cómo se lavó y cortó el pelo “en una peluquería por 50 pesetas”. (Después sabré por él que salió disgustada porque no le hicieron lo que esperaba y sobre todo ¡por las 50 pesetas!).
Por fin embarcan rumbo a Palma de Mallorca y ella sin renunciar a contar cada café o bocadillo de jamón que se han llevado a la boca, se deleita con las puestas de sol en la cubierta del barco. Adoro que pusieran un telegrama y enviaran dos postales a la familia. Llegan al hotel y a ella le gusta todo, todo lo que ve, todo lo que le sirven para comer y él apenas prueba bocado, no hay problema, ella se come su parte: “Pepe sigue sin querer comer, yo sigo comiendo”. Observan maravillados que casi nadie habla en castellano, sospechan que puede tratarse de mallorquín. Alucina con el hecho de alojarse en un cuarto piso y de que dispusieran tantos cubiertos en el comedor.
Les gusta ir al cine, durante el viaje de novios van más de una vez: “Mujeres culpables”, “El sindicato del crimen”, “Operación pacífico”. Los imagino entrelazando sus manos y besándose despacito, castamente.
No podía faltar la excursión a Manacor a una exposición de collares, broches, pulseras y la amistad con el matrimonio holandés vecino en el restaurante. Mi tío, como de costumbre, les pagó la consumición y ellos, en respuesta, obsequiaron a mi tía con “un collar blanco muy bonito con la marca de Manacor”.
Al finalizar el día, cada día, ambos escriben en el cuaderno, sin leer al otro.
Así, mi tío, comienza de manera bien diferente, con una cita: “La limpieza, la ortografía y la redacción, no debe impedir la clara comprensión de lo vivido realmente”.
Él se recrea en detalles de la ceremonia que ella solventó en una línea. Se deleita con la marcha que sonaba, el párroco que oficiaba la misa, de qué brazo llegaban cada uno, las firmas en la sacristía, las fotos en casa del fotógrafo, el calor de los focos en su dirección. Los detalles culinarios los resume con un “comimos opíparamente”, hablando de su “insaciable apetito” y claro, conociéndolo me tengo que reír. Él cuida el texto, le gusta embellecerlo, adornarlo con metáforas. Escribe gustándose, escribe quizá para ella.

Y así, gracias a ellos, hoy puedo responder a la pregunta de mi hijo con un emocionado sí.

Mamá, ¿puede el amor ser eterno?”.
Texto y fotografías: Santi Jiménez