Hay
gente que podría elevarse a la categoría de palicera profesional.
Personas que aprovechan el más mínimo descuido para soltarte, así,
a bocajarro y sin previa anestesia, todo su mundo interior.
Apuesto
a que ya se os ha venido a vuestra calenturienta mente el nombre de
al menos uno de estos ejemplares. La verdad es que te los puedes
encontrar en cualquier parte: en la oficina, en tu propio bloque, en
la carnicería…, crecen como setas y aparecen cuando menos te lo
esperas.
Estos
individuos aprovechan el más ínfimo resquicio para empatizar
contigo y, acariciando la más liviana excusa, darte la matraca:
“Pero si tienes dos ojos… ¡como yo!” o “¡Qué calor!” y
tú: “Es lo que tiene julio a las tres de la tarde”. Los hay que
no confían suficiente en el hipnótico poder de su verborrea y te
sujetan fuertemente del brazo, vaya que te escapes.
Algunos
hacen de esta práctica todo un arte y otros, la ejercen como una
auténtica profesión. Véase: esos infatigables comerciales de las
compañías telefónicas. Éstos, sin duda, merecen un capítulo
aparte. Ellos no entienden de horario ni fecha en el calendario. Les
gusta llamar cuando has puesto el pie en la ducha o te acabas de
sentar en la tacita de pensar o tras largas negociaciones se acaba de
dormir tu pequeño del alma o le acabas de enchufar la tética.
Aviso
para navegantes: a primeras de cambio, parecen muy amigables pero en
cuanto caes en sus redes, estás perdido. Yo no he visto divorcio más
reñido que el mío con ¡Oh, NO! Dejarlos fue prácticamente,
misión imposible, gracias a Dios, conseguí zafarme e incluso
quedarme con los niños.
Las
criaturicas de la compra-venta de oro son también como para echarles
de comer aparte, y ni te cuento del plasta que se empeña en que
nuestra vida no tenía sentido hasta que nos presentó su fantabuloso
colchón de viscoelástica, su adelgazante elíptica o su, eficaz a
la par que favorecedora, operación láser visión.
En
cierta ocasión, conocí a una Gran Habladora, así, con mayúsculas.
Era una belleza gitana, de larga melena, algo mal encarada y con
mucha mala uva, al menos en ese momento. Estaba protestando con un
elevado nivel de decibelios en el centro de salud:
_
¡Qué loca ni qué loca!, estoy harta de que to el mundo me venga
con lo mismo. ¡Qué loca ni qué loca! Las pastillas que se las tome
su madre. Me voy a tomar yo lo que ésta me diga. Y los políticos
¿qué? Que lo tienen to patas arriba y quiere ésta que las
pastillas me las tome yo. ¡Lo lleva claro! ¡Qué loca ni qué loca!
Si
no lo dijo cien veces no lo dijo ninguna. Todo esto apuntando en mi
dirección y yo, tragando saliva y asintiendo disciplinada a todo lo
que salía por aquella boquita.
Quiso
el azar, que pasado un tiempo, nos volviésemos a encontrar en una
sala de visitas (curiosamente, de fumadores, en mi caso, pasiva) de
la Arrixaca. Ella, tan guapa como antaño y en camisón; yo, de
calle.
Allí,
mi gitana era bastante popular, con ella había que pagar un curioso
peaje, con el que también yo tuve que cumplir. Se había ganado una
merecida fama, ella misma anunciaba a su triunfal entrada en la sala:
“Aquí llega la gitana de las horquillas y los chicles” y la
verdad es que los pedía con tal gracia y desparpajo que no podías
sino sucumbir a su reclamo. Si no llevabas encima tales tesoros, ya
tenías deberes para casa.
No
sé si habréis tenido ocasión de disfrutar de la simpar experiencia
de ver tele con un señor palizas. Yo, sí. Está el típico palizas
que te cuenta la peli de cabo a rabo, feliz, sin remordimientos ni
contención alguna (de cárcel). Luego hay otro espécimen que
intenta controlar su boca, mientras que su cuerpo trabaja por libre:
codazos, imprudentes saltitos, uñas y miraditas que se te clavan en
los momentos claves (colleja que le soltabas) y, por último, ese
lobo con piel de cordero, aquel que parece el compañero perfecto
para una velada cinematográfica y llegado el final… ¡zas!, te lo
revienta: ¡EL ASESINO ES EL MAYORDOMO!
Y,
hablando de finales, me despido que yo tampoco estoy mal, pero pa un
ratico.
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