Hoy me ha pasado algo extrañísimo. He ido a comer a ese pequeño restaurante con aire francés, ése que cuenta con apenas diez mesas, al que acudo cada miércoles. Me encanta la delicada iluminación, la decoración y la selección del hilo musical, es una madeja que acompaña y enriquece la degustación. La gente va muy arreglada, en su mayoría son parejas y yo acudo con la ropa de trabajo pues me pilla a tres manzanas de la oficina y siempre voy sola.
Aún estaba consultando esa carta que me sé mejor que el cocinero cuando ha entrado un tipo rarísimo, muy alto y con el jersey del revés, parecía buscar a alguien hasta que ha reparado en mí y se ha dirigido decidido hacia mi mesa. Me ha dado dos besos disculpándose por el retraso y ha ocupado el asiento de enfrente. La estupefacción no me ha permitido articular palabra, defenderme de sus besos ni aclararle que me confundía con otra persona.
- Sígueme la corriente, por favor. Verás, en la mesa del fondo, mi mesa, está la mujer de mi vida, con otro. Hace dos semanas, en esa mesa, le puse un anillo en el dedo. Ella respondió que necesitaba espacio, aire y tiempo. No sabe que ella es el aire, que llena el espacio, que detiene el tiempo. Dicen que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, pero yo sí lo sabía. Y lo sé y la quiero recuperar y por eso te necesito.
- Creo que voy a llamar a la policía.
Yo no salía de mi asombro. Y él me cogió la mano por encima de la mesa y la besó.
- Sí, definitivamente, llamo a la policía.- le digo.
El loco se levanta, coge su móvil con desparpajo, pone la cámara frontal, me rodea con un brazo y nos saca una foto. Antes de volver a “su” silla, besa mi frente, me mira a los ojos y suplica:
- Te lo pido por lo que más quieras.
- Lo que más quiero es que me dejes comer en paz, en una hora vuelvo al trabajo.
- Estupendo, comamos pues.
El tipo llama al mêtre y pide por los dos. Sorprendentemente, acierta de pleno en la elección. Todo es muy surrealista. Comienza a hablarme con naturalidad y fluidez sobre familiares y lo que se supone que son amigos “comunes”. Como la situación parece insalvable, decido unirme a mi enemigo y entablar conversación.
- Y, ¿cómo sabes que es amor, amor verdadero?
- Bueno, normalmente esas cosas se saben cuando se acaba. Pero, por ejemplo, tengo en mi cabeza treinta y siete fotos que quiero hacerle, trece canciones que tengo que escuchar con ella y tres ciudades que debemos visitar, sí o sí. E imagina que se hunde el Titanic, le dejaría un trocito de tabla. O cuando me sucede algo bueno, siempre siempre, me acuerdo de ella y supón que su vida dependiera de ello, sería capaz de comer brócoli incluso.
- Así que brócoli. Ya veo, eso es amor, no cabe duda.
- Y aún falta una cosa más, el mejor de mis besos todavía no se lo he dado. Bueno, Andrea - me llama Andrea, yo no me llamo Andrea, pero ya no me sorprende nada - mira qué hora se ha hecho, te tengo que dejar. Nos vemos la semana que viene.
Se levanta y se acerca a mí, coge mis mejillas con ambas manos, me besa suavemente los labios y me invita a levantarme. Me rodea con sus brazos y me besa intensamente. Es un beso de ésos que te hace levantar una pierna, cerrar los ojos, alinear todos los chacras y decidir el nombre de los tres primeros hijos que tendréis.
Yo no doy crédito, el hombre que me acaba de dejar sin aliento sale del restaurante y cruza al otro lado de la calle. Aún puedo verlo y aún me tiemblan las piernas. Parece que se lleva el móvil a la oreja.
En la otra acera:
- Tío, lo he hecho, me he lanzado. Bueno, con los nervios, en vez de presentarme, le he contado una rocambolesca historia, pero ella ha entrado al trapo.
-¡Estupendo! Seguro que está pirada.
- En fin, ya sabes, lo importante es que nuestras locuras sean compatibles.
- Sí, tío, lo que tú digas.
Lo cotidiano nunca es banal
Blog donde expongo mi obra pictórica, fotográfica y textos propios con el ánimo de compartirlos con vosotros y aprender de vuestros comentarios así como recibir encargos si es vuestro deseo. Contactar mediante correo electrónico: albayvalle@yahoo.es
lunes, 5 de septiembre de 2016
Que nadie mate al dragón
Había una vez una princesa que se veía a
escondidas con un dragón.
El apuesto dragón gustaba asimismo, de frecuentar a otras
princesas y dragonas.
Y la princesa, que era experta en mirar hacia otro lado,
hacía lo propio: mirar hacia otro lado.
Sucedía que el dragón tenía fuego para dar y regalar y que,
a su paso - quisiera o no, eso lo desconocemos- iba prendiendo chispa.
Como decíamos, nuestra princesa era experta en mirar hacia
otro lado y claro, pasaba lo que suele ocurrir cuando miras en otra dirección. La
princesa veía otras cosas, porque era muy princesa eso sí, pero ciega no. Mas,
para su desgracia, tan sólo al dragón veía con los ojos de su estúpido y
obstinado corazón.
El dragón, ese coleccionista de corazones de cualquier
especie, le solía preguntar al regreso de sus escapadas:
"¿Aún me ves, princesa? ¿Me ves aún?"
El dragón no esperaba palabras como respuesta pues nada
miente más que éstas y su princesa, su
princesa sabía perfectamente lo que había de hacer. Ella metía sus minúsculas
manos en la insaciable boca del dragón. Las muñecas, apoyadas en los letales
dientes de aquel monstruo y entonces lo miraba como sólo saben mirar las
personas que sienten amor.
La princesa estaba triste.
La princesa no quería pensar, pero la princesa pensaba sin
querer y quería sin pensar.
Y nuestra princesa se hacía preguntas:
¿Pueden los dragones enamorarse de las princesas?
¿Cómo ha de temer mi dragón al infierno si es su mismo
fuego el que lo habita?
¿Cómo ha de temer mi dragón perderme si siempre me
encuentra a su regreso?
¿Y cómo no ha de encontrarme? Pues si no lo espero, me
pierdo yo.
La princesa se decía:
Es curioso lo claro que se ve todo desde lejos, qué fácil resulta
encontrar soluciones desde el castillo vecino.
La princesa estaba triste.
La princesa se sentía triste, sobre todo cuando hacía días
que no veía a "su" dragón. Cuando “su” dragón no la colmaba como sólo
él sabía hacer, cuando todo era noche, cuando hasta el día más espléndido era
noche cerrada, la princesa sólo imaginaba dramáticos finales para este cuento.
“Aquí hay dos problemas”, se decía, “mi corazón que lo
alberga y mis ojos, que me delatan. Debería encontrar a alguien que me ayude. Debería
encontrar a alguien que me despoje de una cosa o de la otra. Un trabajo sin
duda para un dragón, un dragón de confianza. Un trabajo para "mi"
dragón”.
Desde que tomó tal decisión los segundos se detuvieron, los
minutos, las horas, los días, los meses y los años no fueron menos.
Sin noticias del dragón.
Así fue como el dragón o su ausencia acabaron con el
problema.
Los ojos de la princesa ya no hablaban de amor. Los ojos de
la princesa vagaban en el horizonte desde su torre.
¿Sabéis cuánto pesa el corazón de una mujer? Pues ése era
el peso exacto que se desprendió de su pecho.
"¡Que no maten ni un dragón!", ordenó la
princesa. Nadie entendía aquella nueva orden. “Que nadie mate al dragón”
suplicaba en sueños la princesa.
Y es que aunque le faltara, la princesa seguía teniendo
corazón.
Hombres, mujeres y dragones vivieron en paz por unos años. Hasta
que, una vez más, un cazador furtivo demostró que el odio convierte al hombre
en el más peligroso animal.
Aquel cazador furtivo, ese animal con ropas que se erguía
sobre sus dos patas mostraba orgulloso su trofeo: un dragón con dos corazones.
FIN
Texto: Santi Jiménez
Imagen: A.R.N.
jueves, 18 de agosto de 2016
Eloísa está debajo de un almendro
Creo que necesito unas vacaciones. Estas fantasías son cada vez más recurrentes y, obviamente, nunca las trasladaría a un plano real, pero se van convirtiendo en golosinas por momentos más tentadoras.
No en todos los casos sueño con matarlos, no. No a todos les deseo una muerte lenta y dolorosa, tampoco es eso. De ninguna manera, podría decirse que los estoy abocando al fracaso de forma plenamente consciente. No se podría afirmar, por otro lado, que me haya enamorado de todas las chicas que pisan la consulta, ni que haya prolongado en todos los casos voluntariamente las sesiones de terapia.
Debería valorarse en su justa medida las veces que me he tragado un “a ti lo que te hace falta es un pico y una pala”. O un “a ti quién coño te va a querer si los alejas a todos con tu actitud de mierda”. “Falta de palos es lo que tienes” ni “si sólo has sufrido por desamor, no tienes ni puta idea de lo que es sufrir”. A estas cosas, la verdad sea dicha, nadie les da valor.
Todo esto no deja de ser cierto, pero si hay una razón de peso para que cierre por un tiempo la consulta, ésta tiene los ojos verdes y es sólo una acompañante. La primera vez que la vi llegó a la consulta con su madre, doña Eloísa y con un ejemplar de Eloísa está debajo de un almendro. Curioso, al menos y casual, pues es Elvira quien recibe a pacientes y acompañantes, quien concierta las citas, cobra y demás, pero el azar quiso que ese día estuviese enferma y yo abriese esa puerta y otras que estaban cerradas hacía mucho tiempo. Cada martes regresaba a la consulta con un nuevo libro bajo el brazo y su madre en el otro y yo, con una nueva excusa para salir al recibidor a la hora prevista y ver sus ojos y el nuevo título. La conjura de los necios fue el segundo, podría enumerar cada obra en su orden exacto. Algunas yo no las había leído y esperaba ansioso a terminar la jornada laboral y acudir presto a la librería más cercana. Las que ya había leído las volvía a releer por el mero placer de posar la mirada por donde ella lo habría hecho, por conocerla un poco más.
Comencé a adecentar la consulta y el recibidor y a cuidar más mi aspecto cuando “tocaba” doña Eloísa. La paciente debía estar contenta con el tratamiento o al menos, engancharse, yo no podía perder a su hija. Les expuse la conveniencia de hablar con los miembros más cercanos a doña Eloísa. Estaba excitadísimo ante la idea de pasar una hora con ella. Con Ella. Pasaba las semanas anhelando una sola hora. Y así, empezaron a sobrarme los demás pacientes. Fue así como comencé a odiarlos a todos.
Y ocurrió, lo que suele suceder cuando anhelas algo con todas tus fuerzas, que pasa cualquier cosa menos lo que tanto esperas. Y así fue que se vino a morir la única paciente que no debía. Y, para mi desgracia, su hija era una persona feliz y equilibrada, que no me necesitaría ni siquiera para superar el maldito período de duelo.
Así que cuando la buena de Elvira me avisó consternada:
- Don Álvaro, ha ocurrido una desgracia, doña Eloísa ha muerto.
No pude evitar mi respuesta:
- ¡Por mí como si la entierran debajo de un almendro!
No en todos los casos sueño con matarlos, no. No a todos les deseo una muerte lenta y dolorosa, tampoco es eso. De ninguna manera, podría decirse que los estoy abocando al fracaso de forma plenamente consciente. No se podría afirmar, por otro lado, que me haya enamorado de todas las chicas que pisan la consulta, ni que haya prolongado en todos los casos voluntariamente las sesiones de terapia.
Debería valorarse en su justa medida las veces que me he tragado un “a ti lo que te hace falta es un pico y una pala”. O un “a ti quién coño te va a querer si los alejas a todos con tu actitud de mierda”. “Falta de palos es lo que tienes” ni “si sólo has sufrido por desamor, no tienes ni puta idea de lo que es sufrir”. A estas cosas, la verdad sea dicha, nadie les da valor.
Todo esto no deja de ser cierto, pero si hay una razón de peso para que cierre por un tiempo la consulta, ésta tiene los ojos verdes y es sólo una acompañante. La primera vez que la vi llegó a la consulta con su madre, doña Eloísa y con un ejemplar de Eloísa está debajo de un almendro. Curioso, al menos y casual, pues es Elvira quien recibe a pacientes y acompañantes, quien concierta las citas, cobra y demás, pero el azar quiso que ese día estuviese enferma y yo abriese esa puerta y otras que estaban cerradas hacía mucho tiempo. Cada martes regresaba a la consulta con un nuevo libro bajo el brazo y su madre en el otro y yo, con una nueva excusa para salir al recibidor a la hora prevista y ver sus ojos y el nuevo título. La conjura de los necios fue el segundo, podría enumerar cada obra en su orden exacto. Algunas yo no las había leído y esperaba ansioso a terminar la jornada laboral y acudir presto a la librería más cercana. Las que ya había leído las volvía a releer por el mero placer de posar la mirada por donde ella lo habría hecho, por conocerla un poco más.
Comencé a adecentar la consulta y el recibidor y a cuidar más mi aspecto cuando “tocaba” doña Eloísa. La paciente debía estar contenta con el tratamiento o al menos, engancharse, yo no podía perder a su hija. Les expuse la conveniencia de hablar con los miembros más cercanos a doña Eloísa. Estaba excitadísimo ante la idea de pasar una hora con ella. Con Ella. Pasaba las semanas anhelando una sola hora. Y así, empezaron a sobrarme los demás pacientes. Fue así como comencé a odiarlos a todos.
Y ocurrió, lo que suele suceder cuando anhelas algo con todas tus fuerzas, que pasa cualquier cosa menos lo que tanto esperas. Y así fue que se vino a morir la única paciente que no debía. Y, para mi desgracia, su hija era una persona feliz y equilibrada, que no me necesitaría ni siquiera para superar el maldito período de duelo.
Así que cuando la buena de Elvira me avisó consternada:
- Don Álvaro, ha ocurrido una desgracia, doña Eloísa ha muerto.
No pude evitar mi respuesta:
- ¡Por mí como si la entierran debajo de un almendro!
Siete pasos
Pasamos
nuestra infancia y adolescencia internas en un colegio de monjas.
¿Qué podría salir mal? Nuestros padres trabajaban todo el día
para conseguir buenos dineros que invertían en viajes y vacaciones
en pareja y en enviarnos a mi hermana y a mí bonitas postales
decoradas con el carmín de mi madre en forma de beso, la elegante
firma de mi padre y una mezcla del perfume de ambos. A las monjitas
les caían además suculentos pellizcos que nos convertían en unas
niñas muy apreciadas pero que no nos libraban de sus aleccionadores
pellizcos. A nosotras, por otro lado, nunca nos faltó una postal,
todo hay que decirlo.
Mi
hermana era la guapa, la que mejor tocaba el piano, la del punto de
cruz perfecto, la de la voz melodiosa, la protagonista en las obras
de teatro, la del pelo largo y rubio y a la que más le crecieron los
pechos. Y yo era todo eso y más, pero en sentido inverso. Me
llamaban “Bicho”, con eso os lo digo todo.
Y
llegó el verano del 85 y nuestros padres decidieron que ya era hora
de que disfrutásemos un poco del calor de un hogar y del amor de la
familia. Así que nos mandaron a casa de nuestros tíos, los del
pueblo, a los que Dios no había querido bendecir con el milagro de
los hijos y que, todo hay que decirlo, eran más raros que un perro
verde. Mi hermana y yo tardamos un poco en acostumbrarnos a tanto
amor, a calcular la temperatura exacta del café de mi tío, el
lustro justo que debíamos darle a sus zapatos, la manera correcta de
hacer la cama de mi tía sin que quedase un solo pliegue, “como si
fuese la de un hotel” y el tono exacto en que había que dar los
buenos días dependiendo del nivel de descanso nocturno de nuestros
parientes.
Cuando
recibíamos visitas mi hermana debía llevar la melena suelta y tocar
el piano que mamá había regalado a mis tíos por acogernos casi
gratuitamente. A mí no me importaba que nos presentasen como “mi
sobrina y su hermana”. Tampoco me molestó que mi tía tardase
media hora en acostumbrarse a llamarme “Bicho”, ella también.
Sólo
lloré catorce noches. Eran llantos no exentos de asombro por echar
de menos a las monjitas y sus palmetazos, aquellos que me
introducían los conocimientos y el respeto necesario para amarlas a
ellas y a Nuestro Señor Jesús.
Sólo
lloré catorce noches, como os digo, porque a la que hacía quince mi
hermana, iluminada por el insomnio patrocinado por los fuegos
artificiales que celebraban que el pueblo estaba en fiestas, tuvo la
brillante idea de que nos escapásemos por la ventana a echar una
ojeadita. La conciencia tranquila de mis tíos les permitía dormir
como troncos, así que nuestra visita nocturna al pueblo se convirtió
en rutina.
Los
farolillos, las banderitas, la música, los perros, las risas, la
alegría contagiosa, los adolescentes fumando, los bailes agarrados
de los militares, las mujeres de vida alegre sobre las rodillas de
hombres con anillo y mi boca abierta de par en par en dura
competición con mis ojitos de bicho.
Mi
hermana, meneando el culo, la barbilla levantada, los pechos
desafiantes y la melena al viento, incluso sin viento. Parecía la
reina indiscutible de la fiesta.
Mientras
caminábamos por las calles desiertas, me había permitido pasear de
su mano, pero en cuanto llegamos al cogollo se desprendió de mí con
un apretón cariñoso y definitivo, sin lugar a dudas.
- Bicho, te quiero a siete pasos como mucho. Bicho, ¿qué te he dicho?
- A siete pasos, como mucho.
- Buena chica.
Puede
parecer que no, pero esas palabras iban cargadas de cariño y sentido
de protección.
Y
allí estaba él, rodeado de chicos de su edad que no le llegaban a
la suela del zapato, apoyado descuidada y estudiadamente en una
farola y con un séquito de admiradoras en frente, dándose codazos,
ruborizándose y soñando con que las sacase a bailar. Él fumaba con
su rodilla flexionada y el pie y la espalda apoyados en la envidiada
farola, con la ceja levantada y la sonrisa de medio lado.
Mi
hermana lo tuvo claro. Un, dos, tres, golpe de melena.
- ¿Tienes un cigarrillo, canijo?
- Tengo lo que tú quieras, princesa.
Los
siete pasos de distancia no impidieron que yo me enamorase hasta la
médula. Si algo había aprendido en aquellos años con las monjitas
era que todo lo que me atraía, me gustaba o me hacía cosquillitas
por dentro era el demonio. Así que adelanté aquellos siete pasos
prohibidos y solté:
- Perdona, tú eres el pecado, ¿verdad?
El ascensor
Nos
habían encargado escribir una colaboración a medias. Se trataba de
hacer un diálogo en el que sólo aparecieran las intervenciones de
los personajes sin más acotaciones, descripción o narración. Era
una colaboración desinteresada, me venía fatal de tiempo y no me
apetecía para nada, pero Fran es amigo y nunca he sabido decirle que
no.
Al
tipo en cuestión, a mi compañero de la ficticia conversación, no
lo conocía en persona y poco había oído hablar de él. Lo había
leído en alguna ocasión, pero estos últimos días, desde que Fran
había propuesto nuestra participación, lo estaba siguiendo con más
atención. Había buscado incluso imágenes suyas en Google movida
por la curiosidad, pero en todas aparecía con sombrero y gafas de
sol. He de reconocer que tenía una pinta bastante interesante. La
verdad es que leyéndolo me lo había imaginado como un tipo apuesto
y hasta podía escuchar su voz en cada página. Sus textos jugaban
con una perfecta combinación de violencia, elegancia, sensibilidad y
música. El tío sabía lo que se hacía. Ofrecía ese tipo de
literatura que te atrapa sin renunciar a la calidad. Eran en su
mayoría relatos breves en los que te colabas de manera irremediable,
atrapado por el ambiente de humo, juego y jazz y acababas amando u
odiando a los personajes que menos esperabas cuando menos lo
esperabas.
En
fin, que casi me lamentaba por haberlo leído, me hacía sentir muy
pequeñita y torpe y maldije a Fran por haberse acordado de mí. Fran
nos propuso quedar en una cafetería, hacer las presentaciones y
hablarnos de un proyecto futuro si veíamos que funcionábamos bien
juntos en esta primera ocasión. Inmediatamente, pensé en declinar
su amable oferta, la de la cafetería, pues después de haber leído
a mi compañero de letras, presentía un peligro inminente y no
quería que la relación pudiese ni de lejos traspasar el límite de
lo profesional. Por favor, que el último mes me había enamorado
veintisiete veces, ¡basta ya! Decidido, iba a llamar a Fran y
pedirle el correo electrónico del personaje pues si algo tenía
claro es que los lazos afectivos no se llevaban bien con el trabajo.
Lo sabía, me estaba armando un poco la película, pero prefería
evitar cualquier riesgo por remoto que fuera.
- Hola, Fran. Seguro que te pillo bien, sé que siempre es un buen momento para hablar conmigo (Escuché su encantadora risa al otro lado)- Respecto a lo de vernos en Atticus con este muchacho, no sé cuándo hemos quedado pero me viene mal.
- Jajaja, Sofía, ¿qué tal, locuela? Si no sabes ni la fecha, quedemos que tengo muchas cosas que contarte e interesantes ofertas para ti. Ya está bien de volar bajito y en solitario.
- En serio, Fran, estoy bien como estoy y respecto a ese encuentro, de verdad, de verdad, que mi madre no me deja.
- Jajaja, mira que eres cabezona. ¿Cómo trabajaréis? ¿Por telepatía?
- Bueno, yo había pensado en algo que requiera menos esfuerzo mental, algo así como que me dieras su correo.
- ¿En serio? Será presuntuoso, pretencioso, prepotente y todo lo que empiece por pre.
- Sí, Sofía, así es, la policía siempre investiga los correos electrónicos de los sospechosos, pueden llegar a decir mucho de una persona.
- Vale, Fran, hasta luego. Tengo cositas que hacer, por supuesto, no tan interesantes como hablar contigo y que te rías de mí.
- Ciao, loca.
No
esperé a llegar a casa y desde el autobús le envié el primer
correo electrónico con un pretendido y estudiado tono aséptico,
rápido, directo y breve, como un mal polvo. Su respuesta no se hizo
esperar.
“Estimada
y desconocida Sofía:
Sofía...
¡quién la pillara! ¿verdad? La sabiduría... Me han dicho que te
ha gustado mucho mi correo y que te has creado un segundo mail,
laspuertasdelaverno2. Me parece un detalle entrañable por tu parte.
Dime cuándo nos vemos. Emoticono de beso en la frente aquí. Corto y
cambio”.
Sin
duda el imbécil de Fran se había ido de la lengua y le había
puesto en antecedentes. Me sentía furiosa y en desventaja, dos
sentimientos que siempre vale la pena ocultar. Le respondí a los dos
días. Que espere, me dije, a ver si se le pasa el buen humor.
“Perdona
que no haya contestado antes pero el correo me va fatal y no me
apetecía. No podemos vernos, ya te habrá dicho el discreto de Fran
que mi madre no me deja. Pero por este medio podemos comenzar una
tormenta de ideas, si te parece bien”.
Su
respuesta, inmediata:
“¡Huy!,
me pillas en muy mal momento ahora para intercambiar fluidos
electrónicos, pero lo de la tormenta me ha puesto romántico y no he
podido evitar contestarte. Sofía, ¿qué haremos con la calma que
sigue a la tormenta?”
Mi
compañero en potencia aprovechó la tontería de que el correo
electrónico me iba mal para pedirme el Whatsapp. Ese movimiento es
de primero de relaciones digitales, pero miré para otro lado. Las
conversaciones eran fluidas e iban subiendo frecuencia y tono. Sin
embargo, no avanzábamos en el diálogo para Fran. Bromeábamos
diciendo que íbamos a despachar al bueno de Fran enviándole las
capturas de nuestras conversaciones y que hiciera un corta y pega,
total todo lo que hablábamos eran genialidades, decía el descarado.
Un
buen día entró un nuevo mensaje en mi bandeja. Me extrañó porque
hacía tiempo que habíamos abandonado ese medio. Sólo Whatsapp y
sólo texto, nada de fotografías o vídeos, nada de llamadas ni
audios. Aún no sabía si la voz que leía sus páginas por mí era
la correcta o una impostora. Sus ojos también eran un misterio. Sus
manos, lo único que dejaban al descubierto las fotos de Google, me
encantaban.
“Querida
desconocida:
Cuanto
más la conozco a usted, más me desconozco yo. Eso no me gusta nada,
pero no soy rencoroso así que le informo de que hoy, como cada día,
voy a comer en el Continental, sé que a usted esto de quedar siempre
le viene mal, lo mismo es porque no le gusta que la vean comer en
público, por eso he reservado habitación para dos y así podemos
comer y trabajar fuera de incómodas miradas. Yo estaré en el hall
sobre las dos y media, a las dos y treinta y cinco en el ascensor y a
las dos cuarenta comiendo contigo, por ti o a ti, ya se verá.”
Este
tío es idiota, me encanta. Sofía, vamos a ir, vamos a comer y a
trabajar, me prometí. Pobre Fran, se lo debo.
Cogí
un taxi, a las dos y veinticinco estaba en la puerta del hotel, a las
dos y veintiséis vibró mi móvil, podía verlo a él de espaldas a
la puerta consultando el reloj. Era un whatsapp suyo: “Antes de que
llegues al ascensor te habré besado”.
Sonreí,
lo demás es otra historia.
Diente de león
Este
año sólo puedo arañar diez días de vacaciones. He alquilado una
casita en la costa, no está muy cerca de la orilla del mar, pero me
gusta aprovechar ese pequeño camino hasta la playa para ordenar los
pájaros de mi cabeza.
Estoy
llevando como el que no quiere la cosa una rutina que me está
sentando de maravilla. Madrugo, café con leche y tostada, zumo
natural y, sin mirar, me zampo un par de golosinas. Paseo hasta la
playa y me doy un baño rápido. Entro en el agua caminando, he
decidido no hacer aspavientos por fría que esté y sigo hasta que me
cubre. Me quito el bañador y nado un poco. Primero a braza, luego a
crol y finalmente, a espalda. Por último, hago el muerto, me vuelvo
a poner la prenda opresora y salgo de nuevo. Después paseo por la
orilla, por la zona mojada de la arena. Odio tomar el sol vuelta y
vuelta, pero esos paseos me están sentando de lujo.
No
he comido ni un solo día en casa. Me llevo mi pequeña mochila con
lo imprescindible: un biquini de repuesto, protector, el móvil para
las fotos de “aquí sufriendo”, destinadas al grupo de amigos y
familia, gafas de sol, gorra y el monedero. Me estoy recorriendo los
chiringuitos de la zona y los bares así a lo loco con suerte
desigual.
He
venido con varios propósitos: desconectar, no escatimar en gastos,
nada de tatuajes nuevos, nada de piercings y nada de hombres. De
momento y para mi desgracia, lo estoy cumpliendo a rajatabla, pero no
prometo nada.
Me
estoy pegando unas siestas que me da hasta remordimientos, pero luego
se me pasa. Ayer sin embargo, no podía dormir e hice como hacía de
pequeña cuando llegaba a la residencia de verano, rebuscar en todos
los armarios y cajones. Era delicioso reencontrarme con recuerdos y
sorprenderme con hallazgos totalmente olvidados.
Es
bastante diferente cuando la casa no te pertenece. Me extrañó que
los inquilinos anteriores no hubiesen desalojado todo, quedaban pocas
cosas pero algo quedaba y me sentía un poco como una invasora.
Lo
más inquietante que he encontrado es una grabadora que aún conserva
la cinta en su interior. Tras unas dudas morales me he convencido de
que estaba allí para que yo la escuchara. Me encanta cuando soy
condescendiente conmigo misma, aunque esto me proporcione momentos de
placer y coscorrones no sé muy bien en qué proporción.
Le
doy al play. Suena una voz de mujer, no sé si está feliz o triste,
parece susurrar.
“No
sé qué pretendo con estas palabras, no sé a quién se las dirijo,
quizá estoy hablando conmigo misma, tal vez solo trato de comprender
o justificar qué hago aquí, por qué no estoy viviendo la vida que
me estaba predestinada, por qué me he vuelto loca y por qué vuelvo
a ser feliz. Tú estás durmiendo en la habitación de al lado. No me
extraña que necesites un descanso (La mujer se ríe, estas últimas
palabras diría que las ha pronunciado avergonzada y dichosa). Me
inquietaba y me atraía esa vida tuya tan diferente a la mía. Tu
vida no es fácil ni cómoda. Eres un artista, un bohemio, un loco,
un bicho raro, un ser en vías de extinción y la mía, mi vida no
sabría muy bien cómo catalogarla. Se supone que tenía de todo.
Tenía dónde dormir, dónde comer, dónde acostarme. Pero no tenía
sueño, ni hambre, ni ganas de acostarme con él.
Casi
sin darme cuenta mi círculo de amigos se había ido reduciendo hasta
resultar inexistente y cualquiera de mis actividades ajenas a él
habían finalizado sin que yo me percatara.
Yo
sabía perfectamente que no era feliz. Había dejado de pintar, a él
le molestaba que tuviera todos mis trastos por en medio. Al principio
antes de tener que renunciar a ello me acomodé en el sótano, pero
mis pinturas de la mano de mis ilusiones fueron muriendo poco a
poco. Tampoco era de su agrado que leyera o escribiese. Aprovechaba
la oscuridad de la noche para leer o me escondía en el baño para
hacerlo. Solía decirme que yo era un desastre, que no hacía nada a
derechas, pero que para mis tonterías siempre tenía tiempo. Así
que me resigné, creí que quizá tuviese razón y abandoné estas
tareas inservibles y también dejé de reírme y de soñar, pues
tampoco parecían labores muy fructíferas.
Comprendí
que cualquier cosa que no hiciese a su manera estaba mal hecha. Yo
trataba de poner todos mis sentidos en cada acto, pero realmente era
muy torpe, cada vez más y siempre acababa metiendo la pata. Él me
reprochaba que parecía que quería oírlo, que no sabía qué placer
encontraba yo en hacerlo enfadar, que pareciera que hasta que no se
ponía así, yo no reaccionaba, que estaba harto de decirme las
cosas, que parecía mentira que no lo conociera después de tanto
tiempo. Pero yo, cada vez sabía menos, cada vez lo desconocía más
y cada vez tenía más facilidad para estropearlo todo y hacerlo
estallar. Un paquete de jamón york mal abierto, una estantería
desordenada, una prenda que no salía limpia de la lavadora... “
Pulso
el stop, siento que ya he escuchado demasiado o tal vez suficiente.
Reviso mis propósitos para las vacaciones y salgo a la calle. De
regreso traigo un tatuaje nuevo, es un diente de león que se deshace
y unos cuantos besos con el guaperas del chiringuito.
Querido Juno
Visto
lo visto me voy a Júpiter.
Lo
sé, no es la actitud más valiente, ni la más combativa ni la más
responsable. Pero no quiero vivir en un mundo en el que la gente
pelea por hablar una lengua diferente a otros o se mata por pensar de
manera distinta.
No
quiero formar parte de un planeta en el que a los niños se les
indica cuáles son los colores correctos y se les impone que no se
salgan de los márgenes, donde se les instruye en la “buena”
caligrafía y no se les anima a buscar una letra propia. No quiero
ser cómplice de un mundo en el que no se cultive su herramienta
innata para pensar sino en el que se les pretende adoctrinar. No
quiero participar en un juego en el que sus mochilas y
responsabilidades pesan más que ellos, en el que al acabar el
colegio no les espera el parque sino más deberes o desconectarse a
algún aparato, un mundo en el que el que es diferente, no es
especial, sino especialito o un friki.
De
verdad que no quiero formar parte de un mundo donde se busca la
inteligencia artificial, donde se ansía que las máquinas se
parezcan cada vez más a los humanos y, sin embargo, el hombre se
parece cada vez menos a un hombre.
No
quiero ser público complaciente de un espectáculo donde tener buena
presencia no es estar aseado y sonreír, sino una cuestión de talla,
del color de tu pelo o de si llevas tatuajes o no.
Me
resisto a aplaudir a un mundo donde no importa la intensidad o
sinceridad de los amantes sino su sexo. Donde se confunde amar con
poseer, ser feliz con parecerlo, atesorar o acumular. Donde las
mentiras y los rumores se extienden como la pólvora y es casi
imposible aceptar verdades diferentes a las nuestras.
Por
otra parte, ¿quién está haciendo el reparto?
¿Acaso
no hay comida para todos?
¿Quizá
es imposible que nadie duerma al descubierto?
¿No
se puede actuar con libertad sin cercenar la del otro?
¿De
verdad somos inmunes al sufrimiento ajeno?
Si
esto es así, yo este mundo no lo entiendo.
Por
estas y tantas otras cosas, mi querido Juno, vuelve a por mí.
Texto e imagen: Santi Jiménez
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